viernes, 8 de mayo de 2015

El otro lado de la luna: de divanes a chamanes


El otro lado de la luna: de divanes a chamanes


Tumbada sobre el diván miraba al techo.
-         Es cierto que la luna de octubre es especialmente linda…  Este año no me pienso acordar

-         Ya – fue el lacónico comentario y enseguida, violando sus estrictas reglas de psicoanálisis, probablemente movido más por la curiosidad, añadió:  - ¿No te piensas acordar? Creo que te estás acordando… ¿No vas a hacer nada este año?

-         No, este año no…  Y no me estoy acordando: no es eso. Solamente es que octubre está por terminar…
                                                                                     
Eran ya años que en los últimos días de octubre realizaba el pequeño ritual: un par de renglones escritos en un pedazo de papel pequeñito que después quemaba, para soplar las cenizas al viento con la firme convicción de que él recibiría sus palabras. 

                                               ***

Apenas había podido pegar el ojo la noche. Después de tantos años le parecía imposible: finalmente lo volvería a encontrar. Un temor secreto la rondaba: podía no ser verdad, podía ser que lo esperara en vano… como aquella vez, como otras veces.
Pasó todo el día tratando de no pensar. Sin embargo los recuerdos se agolpaban en su mente: ¿recuerdos de qué? Tantas veces se había preguntado cómo una presencia fugaz, casi etérea de tan misteriosa, había podido imprimir esa huella que, a pesar de todos sus esfuerzos, no lograba borrar. 
Y sí que lo había intentado todo: de divanes a chamanes.  Nada había funcionado. 

Se había resignado a esperar una próxima encarnación para encontrarlo de nuevo: entonces lo seguiría bien de cerca, estaría atenta.

Y ahora, repentinamente casi sin quererlo estaba a punto de verlo de nuevo. Tal vez no.

                                               ***

Como un muro de agua que desciende con gran fuerza al abrirse las compuertas de una presa, así sus palabras lo inundaban todo: estatuas, palomas, helicópteros, armas, hermosas mujeres, enfrentamientos, secretos, libros, persecuciones, altos funcionarios sin moral, lealtades traicionadas, nobles plumas esforzadas por escribir la paz, soledad, otras latitudes, miedo, héroes, tiranos, escaramuzas y en medio de todo, le repetía una y otra vez, lo mucho que le alegraba verla de nuevo.

Hipnotizada por sus palabras escuchaba atenta al espía que, como salido de la más inverosímil novela de suspenso, tenía frente a sí. 
Y sin perder ni un detalle de cuanto escuchaba, interiormente se daba claramente cuenta que era un perfecto desconocido: todo ese intrincado mundo era ajeno a su ordinaria existencia. Quizá la azarosa vida de él era lo que lo había alejado, o quizá más simplemente, la suya era de una normalidad abrumadoramente aburrida para alguien que vive inundado de adrenalina.


Por momentos encontraba en su mirada ese destello que la regresaba en el tiempo: no sólo a cuando lo conoció,  sino a los días en que sin saber nada de él a lo largo de tantos tantos años, la había acompañado escuchando silenciosamente todo lo que ella le contaba.

                                               ***
-        Amar a un fantasma te ha enfermado. Es ese el motivo de tu rara condición y no creo que tengas cura niña –había sido el perentorio diagnóstico con que Doña Queta la sentenció. – Porque ni te quieres curar de una ni de otra.

                                               ***

Se sorprendió de cómo era posible que estuviera tan atenta a cada una de sus palabras, de sus pausas, de los movimientos de sus manos (esas manos tan bonitas), incluso de su respiración, mientras en su cabeza oía la ronca voz de su psicoanalista: “no puedes querer lo que no conoces” repetía continuamente como el “ora pronobis” de una letanía en procesión.  Y sin embargo, sentía lo que sentía y era de las cosas más reales en su vida: de esas certezas que uno tiene enraizadas en el corazón.  Pero era tan evidente que no sabía nada de él: nada… absolutamente nada. Estaba sentada frente a un “desconocido” y llevaba casi media vida quemando un pequeñito pedazo de papel con dos renglones escritos, a finales de octubre, sin faltar un solo año con la convicción de que ese perfecto extraño recibiría sus simples palabras.


-“Freud”- como llamaba a su implacable psicoanalista – está loco… -pensó – él  no entiende, no sabe nada: aunque debo admitir que es verdad que no lo conozco.
- ¿Y si fuera verdad lo que dice Freud?

Un instante de terror cruzó por su mente y la recorrió de norte a sur y de este a oeste como el impetuoso viento que en esos momentos azotaba los ventanales.

No fue el abrazo profundo, intenso y lleno de significado que le aceleró el corazón a mil como batir de tambores de guerra lo que la lleno de serenidad: fue algo mucho más sutil, más tenue, casi como un susurro, como el leve aleteo de un pequeño y silencioso insecto: Freud tenía razón, toda la razón: “no puedes querer lo que no conoces”.

Su vida le era totalmente ajena, extraña, desconocida, lejana; las anécdotas, los personajes, los helicópteros, las estatuas que jamás serán erigidas para no tener que librar esa inútil, absurda e infinita batalla contra las palomas, las armas, los silencios, los distanciamientos, el peligro, la traición, las mujeres,  los libros, las letras, de todo eso ella no sabía nada. 

Le bastó un instante de distracción, imperdonable para un meticuloso espía como él: había dejado abierta una rendijita, pequeña, casi imperceptible por donde ella escapó para siempre.

Freud tenía razón.

Poco le importaba ahora si la luna de octubre es realmente tan linda como dicen: había visto por un solo segundo el otro lado de la luna y con eso bastaba.