sábado, 23 de mayo de 2020

Niño





La furiosa tormenta azotaba al pueblo. Un viento pertinaz se colaba por todas partes y no había modo de atajarlo. Los sólidos batientes de cedro que sellaban las ventanas se cimbraban insistentemente y un helado chiflón penetraba en la casa.
      Hacía horas que Teopista sentía los fuertes dolores de parto. Estaba exhausta y tenía miedo. Sabía lo que era dar a luz, no era su primer hijo, pero este embarazo había sido tortuoso desde el inicio. La noche que concibió a la criatura, porque bien sabía cuando había ocurrido, un par de urracas negras se posaron en el alero y desde ese entonces no habían logrado ahuyentarlas.
      Anna, la vecina también había visto a las aves y le había aconsejado que se atara una cinta roja alrededor del vientre haciendo que un extremo colgara del lado izquierdo casi hasta la altura de la rodilla para protegerla a ella y a la criatura.
      De pronto la tormenta cesó. No amainó, no bajó de intensidad. Simplemente se detuvo del todo: ya no había lluvia, ni viento, ni truenos, parecía incluso que la tierra se había secado. La noche se tornó silencio. Y en ese preciso momento Teopista dio a luz.
      —Es un niño —dijo la comadrona.
      Después de dos niñas por fin había llegado el varón que tanto deseaba Claudio. Pero hacía tres meses que Claudio se había embarcado en el buque mercante y, si bien les iba, volvería hasta el próximo mes.
      La comadrona sostuvo a la criatura entre sus manos para envolverla. No lloraba. Los ojos del pequeño se abrieron. Entonces, la mujer separó los labios para decir algo más pero de su boca no salió palabra alguna. Asustada, colocó al niño entre los brazos de Teopista, apartó la mirada y se concentró en terminar el trabajo de alumbramiento. La madre estaba agotada, abrazó a su pequeño, le dio un beso en la frente y cerró los ojos.


Cuando casi dos meses después el barco mercante atracó en el puerto, Claudio fue de los primeros en aparecer en la barandilla listo para descender. Sabía que para entonces su hijo —porque esperaba que esta vez sí fuera un niño— ya habría nacido y estaba ansioso por correr a casa. Mientras recorría la pasarela hasta el muelle vio que la gente que esperaba abajo fijaba la vista en él, le dio la impresión de que cuchicheaban. De entre la multitud vio asomar la cabecita de Francisca, su hija mayor. Aunque habían pasado sólo 5 meses desde que se marchara, le pareció que estaba más alta pero también notó que tenía los ojos rojos y acuosos como si llevara llorando ya muchos días.
       Claudio se agachó para abrazarla y besó su cabeza. La niñita correspondió a su abrazo con fuerza y le susurró al oído:
      —Papá, tienes que hacer algo.
      Claudio miró a Francisca a los ojos y vio el miedo reflejado en su mirada, se levantó, la tomó firmemente de la mano y apresuró el paso sin decir palabra.
      
—Algo pasa con el niño —le dijo Teopista apenas cruzó el umbral.
      El pequeño estaba dormido en la cuna de madera al lado de la cama.
      Es hermoso, pensó Claudio, y es un niño. Sin embargo, era claro que algo no andaba bien. Negras y profundas ojeras marcaban el rostro de su esposa. Las niñas estaban llorosas e inquietas. Con la mirada llena de temor y dudas buscó los ojos de la madre.
      —Cuando nos mira —dijo la mujer con voz temblorosa—, no podemos hablar. No salen palabras de nuestras bocas, ni un sonido, nada.
      Teopista comenzó a llorar desconsolada como si al pronunciar esas palabras un dique se hubiera roto permitiendo salir el torrente de angustia que desde hacía dos meses la atormentaba.

      Lo intentaron todo. De nada sirvieron los brebajes, ni las limpias, ni siquiera los rezos: quien lo miraba a los ojos se quedaba mudo, pero bastaba con  apartar la mirada para recuperar la posibilidad de hablar.  No era falta de voz. El hijo de los Gentile era el Silencio. Y como al verlo no era posible articular ni tampoco pensar palabra alguna, no pudieron darle un nombre.  Lo llamaron simplemente “Niño”.

      Niño acababa de cumplir los 7 años cuando, al volver de uno de sus habituales viajes, Claudio irrumpió en casa entusiasmado. Aunque ya hacía mucho que habían perdido toda esperanza, el padre de la criatura no había renunciado a la posibilidad de encontrar un remedio. Se acercó al pequeño y lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa y acarició su negro cabello.
      Salió de la habitación y llamó a Teopista a parte:
      —Prepara al chico. Sé donde pueden ayudarnos. Lo llevaré conmigo. Ya hice los arreglos. Reza para que funcione esta vez.
      Los ojos de la madre parecían dos canicas opacas y sin vida. Negando con la cabeza, suspiró y se dispuso a hacer lo que le había pedido. Vistió a Niño con sus mejores ropas. Estrenaría su primer pantalón largo.

      Enclavado en una hondonada entre altas montañas, llegaron hasta uno de esos burgos medievales que parecen una fotografía en blanco y negro donde el tiempo se ha detenido. Parecía estar abandonado pero desde las ventanas de las casas se adivinaban figuras que recelosas curioseaban a los recién llegados. Avanzaron por las estrechas y empinadas calles pasando debajo de arcos que comunicaban las casas de un lado al otro y dejaron atrás el caserío hasta llegar a las puertas de un imponente monasterio que parecía una prolongación de la rocosa montaña en donde se asentaba.
      Un joven sacerdote con su negra sotana los condujo desde la portería hasta el refectorio. Les pidió que esperaran y les ofreció agua y un plato de manzanas e higos.
      Minutos más tarde apareció un cura robusto que se presentó como el prior. Tras intercambiar unas palabras con Claudio, tomó a Niño de la mano sin mirarlo a los ojos y lo condujo al claustro donde una docena de seminaristas y jóvenes sacerdotes, todos vestidos  con negras sotanas esperaban dispuestos en un círculo. El prior le indicó a Niño que se colocara en el centro. Los hombres entonces comenzaron una danza girando en torno al pequeño. De no ser porque estaban en Sagrado aquello parecería un aquelarre. Tomados de las manos daban vueltas y más vueltas, aumentando la velocidad, entonando repetitivos versos en latín. Por momentos en sus rostros parecían dibujarse muecas que semejaban sonrisas en esa especie de frenético exorcismo dancístico. Niño estaba quieto mirándolos con sus negros ojos.
      De pronto, un ominoso silencio pareció descender y abarcarlo todo. Los jóvenes sacerdotes seguían moviendo la boca pero ya no salía palabra alguna. Confundidos, dejaron de girar, se soltaron de las manos y voltearon inquisitivos a ver al Prior. El horror se dibujó en el rostro del prelado cuando quiso hablar y no pudo emitir sonido alguno, a pesar de no estar mirando al pequeño.
      Niño entonces se dirigió hasta donde estaba su padre, lo tomó de la mano y juntos se encaminaron a la portería. Claudio asintió comprendiendo. Deshicieron el camino andado y llegaron a la plaza central, donde varias mujeres conversaban en corros, seguramente hablando de los extraños que habían llegado esa mañana al pueblo. Levantaron la vista al verlos acercarse. Niño se paró en medio de la plaza. Todo quedó en silencio. Las mujeres entonces bajaron la mirada y comenzaron a alejarse. 
      El pueblo quedó inmerso en el más profundo mutismo.



 *Cuento basado en las fotografías de Mario Giacomelli

viernes, 8 de mayo de 2020

SPRING IS LIKE A PERHAPS HAND e.e. Cummings




Primavera es como acaso una mano
(que llega cuidadosamente
desde Ninguna parte) disponiendo
una ventana, por donde la gente mira (mientras
la gente observa, arregla y cambia de lugar
cuidadosamente una cosa extraña aquí
una cosa conocida allá) y

cambiando todo cuidadosamente

primavera es como acaso una
Mano en una ventana
(cuidadosamente aquí y allá moviendo
cosas Nuevas y Viejas, mientras
la gente observa cuidadosamente
moviendo acaso
una fracción de una flor aquí
colocando una pulgada de aire allá) y

sin romper nada.