jueves, 6 de agosto de 2020

Cobaya en rosa

 

 

Se acercó aún más al espejo, abriendo los ojos desmesuradamente tratando de leer en su mirada algo que delatara cualquier cambio en su condición.

Cuando era niña, una avinagrada monja del colegio las formaba en fila y con las manos entrelazadas en la espalda caminaba lentamente de arriba abajo sin pronunciar palabra, mirándolas con el rabillo del ojo. De pronto, como si algo la obligara a pararse en seco, se detenía, se agachaba delante de la niña que tenía enfrente, entrecerraba los ojos y aproximaba su rostro tanto que las narices casi se tocaban y la escudriñaba con atención, respirando pesadamente. Luego retrocedía un par de pasos, levantaba la vista como mirando al horizonte y, siseando sentenciaba: «Los ojos son las ventanas del alma, y el pecado no puede esconderse».

A lo largo de los años había intentado en vano leer en sus ojos la huella de sus muchísimas faltas. Nunca lo había conseguido y vaya que tenía una larga lista de pecados de todo tipo y de diversa gravedad. Pero hoy en su mirada no buscaba la revelación de su disoluta conducta, tan sólo trataba de identificar, antes de que le dieran los resultados definitivos, si había algún cambio visible.

Hacía ya cuatro meses que participaba en el experimento y estaba ansiosa por saber si la cosa funcionaba o no. Los constantes controles médicos, las tomas de sangre diarias, los exhaustivos interrogatorios la tenían harta y, ¿quién lo hubiera dicho? por más comodidades que tuviera en esa casa, con su cuarto propio con baño y esa gran tina donde podía sumergirse horas y horas, esas apetitosas y abundantes comidas servidas en el impecable comedor, y la alberca y los jardines, no bastaban: quería irse, salir de allí. Claro que no se marcharía sin el dinero que le habían ofrecido. Se lo había ganado.

Al inicio le pareció un plan estupendo. Unos meses de vacaciones en una lujosa villa, todo pagado, además de una importante suma de dinero que no ganaría ni trabajando triple turno y, encima de todo contribuiría, literalmente, a salvar al mundo. La propuesta no podía haber llegado en mejor momento: el negocio estaba casi parado. La famosa cuarentena había alejado a los clientes.

Cuando comenzó la pandemia, tuvieron que cerrar el negocio. Ni un alma se acercaba. Pasadas unas cuantas semanas, algunos clientes comenzaron a llamar: querían volver, pero tenían miedo. Hubo uno al que se le ocurrió exigirles pruebas de su estado de salud. La jefa lo paró en seco. Si a alguien debía pedírsele esa prueba era a los clientes. Después de todo, desde el inicio del confinamiento su personal se había mantenido recluido en las instalaciones. Entonces, como tantos otros negocios, decidieron explorar el mundo digital y comenzaron a ofrecer sus servicios de manera virtual. Pero desde luego no era lo mismo, ¿cómo podría ser igual? Además, tenían muchísima competencia desleal. Claro que la calidad y la experiencia no eran comparables, pero había quien ofrecía sus mismos servicios de forma gratuita.

Cuando quedó claro que la emergencia sanitaria iba para largo y que las contradictorias medidas nacionales de salud no habían servido para vencer al diminuto bicho, la disyuntiva entre morir de hambre y arriesgarse al contagio quedó resuelta. Era necesario abrir las puertas y volver al trabajo. Después de todo, la vida trae intrínsecamente aparejado el riesgo de la muerte. Además, la convivencia tan estrecha durante el encierro comenzaba a generar tensiones entre el personal. Si querían seguir en el negocio y evitar la desbandada, tenían que volver al servicio en vivo lo antes posible.

Con el tacto y la discreción que les caracterizaba, informaron a sus clientes y agendaron las primeras citas. Habían tomado estrictas medidas sanitarias para garantizar, tanto como era posible dadas las circunstancias, la seguridad de todos.

Y fue en esa primera semana de reapertura cuando en la puerta apareció Munera armado con cubrebocas y careta. Tras frotarse largo rato las manos con gel desinfectante, se aproximó directo hasta donde ella estaba.

—Lindo cubrebocas —le dijo, guiñándole un ojo. Se adivinaba la sonrisa en sus labios.

Había forrado su cubrebocas blanco con un delicado encaje color menta que contrastaba con su negrísimo pelo.

—Y combina con el resto —replicó coqueta, deslizando una mano por el escote de la sedosa bata blanca dejando entrever un tirante adornado con pedrería.

Más tarde, tendidos en la cama mirando al techo, mientras él le acariciaba el cabello le dijo que la había extrañado. Ella no solía contestar a la cursilería de sus clientes, pero Munera le caía bien. Era un tipo pulcro y respetuoso y siempre le dejaba una generosa propina. Agradecía que fuera él su primer cliente.

—Yo también —replicó.

Entonces él se incorporó acomodándose sobre el codo para mirarla a los ojos.

—Tengo una propuesta para ti, bonita. No quiero que sigas aquí mientras dure esta situación. Estás en riesgo. ¿Qué me dirías si te invito unas vacaciones todo pagado durante varios meses y además te doy un fajo grande de billetes? Tendrás todo. Es un sitio estupendo y no tendrás que trabajar.

—¿Ganar dinero sin trabajar? Eso, ni en mi mundo, ni en el tuyo existe. ¿Qué tengo que hacer?

—Bueno, verás, bonita… digamos que yo estoy con los buenos, soy del equipo de los superhéroes que salvarán al mundo. Trabajo en un importante laboratorio de investigación y estamos desarrollando la vacuna que terminará con este infierno. Para ello, necesitamos de gente valiente que nos quiera ayudar. ¿Qué te parece?

—¿Me ofreces ser una cobaya?

—No lo digas así, suena muy frío. Pero si lo quieres poner en esos términos es verdad: necesitamos de ratoncitas lindas como tú. Yo mismo también voy a participar. ¿Qué dices? Para tener todo bajo control, el laboratorio ha alquilado una villa espectacular, pasaremos allí unos meses.

Y para despejar cualquier recelo, extendió el brazo alcanzando el celular que había dejado en la mesita de noche y tras teclear algo le mostró en la pantalla el saldo de su cuenta bancaria.

—Bonita, si aceptas, ahora mismo te transfiero, como anticipo, el diez por ciento de esta cantidad.

 

Y desde hacía cuatro meses estaba allí.

Convencida de que no lograba detectar en sus ojos ningún indicio de su condición, se apartó un poco del espejo y comenzó a cepillarse. Tras unos minutos se dio cuenta de que en el cepillo había montones de pelo. Le prometieron que sería el propio Munera quien hoy le entregaría los primeros resultados. Desde que llegaron a la villa, lo había visto solo un par de veces y en esas ocasiones él apenas le dirigió la palabra.

Hoy sabría por fin si la famosa vacuna era la responsable de esa creciente debilidad en las piernas que le impedía caminar desde hacía una semana.

sábado, 1 de agosto de 2020

Casino Querétaro

Casino Querétaro

 

Fue esa interrupción a la hora de la comida la que cambió nuestras vidas. Y no me refiero a uno de esos giros que ponen la vida patas arriba.  No. Simplemente nuestra vida cambió. Las cosas eran de un modo, y de pronto, fueron de otro. Cambiamos de casa, de ciudad, de amigos y también de infancia.

        No era raro que a Papá lo fueran a buscar a cualquier hora a casa, pero no era frecuente que lo hicieran durante la comida, más que nada porque con el calorón que hacía al medio día, a nadie se le ocurría andar en la calle a esas horas. Vivíamos en un pueblo sureño de frontera, aunque a Mamá le gustaba decir que era una pequeña (y encantadora) ciudad. En esa época sólo muy pocas casas contaban con teléfono, de modo que lo más común era que la gente se apersonara para arreglar cualquier asunto, aclarar una duda, informar de algo. Así que casi diario alguien tocaba a la puerta de casa por una cosa o por la otra. Normalmente Rosa atendía la puerta, tomaba el recado y, si era algo urgente o importante, avisaba de inmediato a Papá, y si no, simplemente despachaba al inoportuno visitante diciéndole que ella le avisaría al Ingeniero. A mí Rosa me recordaba a la gran esfinge: había que decir las palabras precisas y correctas para poder franquear el umbral que celosamente la enorme juchiteca vigilaba, lo mismo si se trataba de la puerta de casa que de la puerta de la despensa.

        De modo que ese día, cuando a mitad de la comida tocaron a la puerta, Rosa se apresuró a atender y un minuto después, más seria de lo que normalmente era, volvió y le avisó a Papá que al Doctor Portilla le urgía verlo y que no podía esperar.

        Esa misma tarde, Mamá con la ayuda de Rosa y de Abuelita empezaron a meter en los baúles y en cajas toda nuestra ropa, algunos juguetes y nos dijo que eligiéramos cada uno un libro, porque a la mañana siguiente nos iríamos en tren a la ciudad de México. Pensamos que serían unas vacaciones, pero nunca volvimos y es que había rumores de que querían secuestrarnos a mí y a mis hermanos porque no se quien le tenía coraje al «ingeniero gringo ese». Papá no era gringo, era italiano. Pero igual nos fuimos y nunca regresamos.

 

El viaje en tren desde la frontera sur hasta la ciudad de México duraba entonces tres días, así que viajamos en uno de los carros cama para que pudiéramos dormir por la noche. Aunque había un carro comedor, llevábamos bocadillos y fruta para el viaje y la señora Alicia, la esposa del Doctor Portilla, que se fue a despedir a la estación, nos llevó un panqué de naranja recién horneado. No he vuelto a probar un panqué igual.

        Yo esperaba volver a encontrarme en el tren con la compañía de títeres de Podrecca. Hacía dos años había viajado a la Ciudad de México con Abuelita y coincidimos con los titiriteros italianos. ¡Cómo me divertí durante ese viaje! Me enseñaron sus marionetas y hasta representaron para mí un pedacito de un cuento en el que salía una cigüeña de patas muy flacas, como deben de ser las cigüeñas. Fueron tan amables que, al final del viaje, nos regalaron entradas para ver su espectáculo el domingo siguiente en Bellas Artes. Pero esta vez, Vittorio Podrecca y sus marionetas no iban en el tren. Lo único memorable de ese viaje, además de que fue el que cambió nuestras vidas, fue que Mamá quiso bajar en Fortín de las Flores y compramos prendedores de gardenias. Todavía olían cuando llegamos a la estación de Buenavista.


Nos fuimos a vivir a una casa bien grande en la calle de Querétaro. En la parte de atrás colindaba con la casa de los padres dominicos quienes siempre nos acusaban cuando brincábamos del balcón al tejabán del jardín o cuando corríamos por la barda.

        Como muchas de las casas de esa época, las habitaciones se comunicaban entre sí. Para llegar a nuestra recámara, teníamos que pasar por la de Papá y Mamá. La de Abuelita, en cambio, era independiente y estaba separada por un pasillo con baldosas ajedrezadas.

        Cenábamos siempre a las 6 de la tarde y a las 7 nos mandaban a la cama.  Papá y Mamá salían a esa hora a pasear: la mayoría de las veces a dar largas caminatas y, de vez en cuando, iban al cine o a casa de amigos. Abuelita se quedaba a cuidarnos. Supongo que cuando éramos pequeños ese horario estaba bien, pero ya teníamos 9, 7 y 5 años y a esa edad era imposible dormirnos tan temprano. Así que fingíamos que obedecíamos y, cuando calculábamos que Abuelita ya estaba entretenida con el libro de turno, nos poníamos a jugar, pero por más bajito que habláramos, casi siempre nos sorprendía porque caminaba de puntillas para no hacer ruido, abría la puerta despacito y con su típico «¡Ale, ale!» nos regresaba a la cama. Y esa danza ocurría hasta tres veces cada noche.

        Un día, una de las baldosas del pasillo se aflojó: al pisarla hacía clac-clac, así sabíamos que se acercaba y corríamos a la cama y nos hacíamos los dormidos, pero pronto descubrió nuestra alarma y empezó a evitar pisar el cuadrito negro. Ese era el jueguito. Nosotros tratando de que no nos descubriera y ella empecinada en sorprendernos.

        Una noche a Carlos se le ocurrió una idea. Se trepó arriba del ropero y se cubrió con una sábana acechando la llegada de Abuelita. Estábamos callados, callados, mirando expectantes la puerta y aguantándonos la risa. De pronto, vimos girar la perilla despacito y cuando asomó la cabeza, Carlos saltó desde lo alto del ropero gritando: ¡aaaaaahhhhh! Abuelita cerró de golpe la puerta y la oímos correr y tropezarse. En la huida tiró algo que se hizo añicos. Muertos de la risa, salimos a ver cómo estaba. La pobre mujer respiraba con dificultad, pálida como un fantasma de verdad, se tocaba el pecho con una mano. Entonces, los asustados fuimos nosotros. Le llevamos agua, la ayudamos a acostarse y le pedimos mil veces perdón. Cuando por fin se tranquilizó, nos fuimos a dormir arrepentidos y temerosos de que nos acusara con Papá. Una cosa eran los chismes de los dominicos por correr en la barda y otra cosa era el casi asesinato de Abuelita.

        Pasó la hora del desayuno, pasó la hora de la comida y pasó la hora de la cena. Ni señales de que nos hubiera echado de cabeza. Como cada noche, nos mandaron a dormir. Ahora sí nos quedamos callados, cada uno en su cama, luz apagada y con los ojos bien abiertos incapaces de movernos. Apenas oímos que Papá y Mamá cerraban la puerta de la calle, Abuelita entró en nuestra recámara y prendió la luz.

        —Pónganse la bata y las pantuflas. Los veo en mi recámara.

        Cruzamos miradas, temiendo el sermón y el regaño, o quizá algo peor: la venganza. Así que nos apresuramos a hacer lo que nos decía.

        —Siéntense —dijo, indicándonos la mesita al lado de la ventana en la que ya había dispuesto cuatro copitas de cristal y un mazo de cartas—. Carlos, reparte la baraja: 10 cartas para cada uno.

        Y mientras Carlos con los ojos desmesuradamente abiertos repartía las cartas mirándonos alternativamente a mí y a Lupina, Abuelita sacó de su ropero una botella del licor de café que preparaba para Navidad y lo sirvió en las copitas.

        —Muy bien. Ahora les explico las reglas de la Brisca.

        Y diciendo ¡salud! sellamos un pacto tácito: ella no nos acusaría por casi matarla y nosotros no diríamos nada del casino nocturno. Jugábamos en parejas: Abuelita y Lupina, Carlos y yo. Aprendimos a jugar brisca, canasta y tute. Abuelita alternaba el licor de café con el de durazno. Alguna vez nos ofreció anís y nunca supimos de dónde lo sacó. En más de una ocasión, cuando la racha no favorecía a la dupla abuela y nieta, Abuelita añadía una nueva regla que «se le había olvidado» Tampoco era raro que intercambiara sospechosas toses con Lupina. Apenas escuchábamos la llave en la cerradura de la puerta principal, nos levantábamos en silencio y sin encender la luz del pasillo, volvíamos a nuestra recámara cuidando de no pisar la baldosa floja y nos metíamos en la cama.

        Pero un día no los escuchamos volver y, mientras sumábamos el valor de nuestras bazas, irrumpieron los intrusos en el casino. Papá no dijo nada. Se dio la vuelta y salió echo una tromba, oímos sus pasos bajando la escalera y la puerta de su despacho cerrarse de golpe. Abuelita empalideció y sin levantar la vista, mientras recogía la baraja nos despachó a nuestra recámara.

Esa noche el Casino Querétaro cerró sus puertas para siempre.