sábado, 27 de junio de 2020

Dieciocho de noviembre




Llevaba la cuenta exacta. Desde hacía catorce meses, 62 semanas para mayor precisión, despertaba antes de que sonara la alarma. No era un despertar lento y progresivo. No. Pasaba del sueño profundo a la vigilia plena en un instante, pero a pesar de estar perfectamente despierto mantenía los ojos cerrados y se concentraba en el tic tac del reloj de carátula blanca en la mesita de noche. A diferencia de la creencia generalizada de que un tic es igual a otro tic y un tac suena idéntico al siguiente, sabía que no era así. Dependiendo de la posición de las agujas, cada tic y cada tac suenan diferente. Cuando las manecillas inician su recorrido desde el doce, el tictaqueo tiene una tonalidad ligeramente más aguda, como si al comenzar a descender las agujas ganaran impulso y su paso se volviera más ágil como el de un cervatillo correteando en un sereno y luminoso bosque. Luego, al llegar al seis hay una brevísima pausa y entonces comienza el fatigoso ascenso hacia la cúspide. Por más sofisticado que sea el mecanismo de engranes, sin importar si es una joya de relojería suiza o un cubo de plástico chino, como el suyo, la fuerza de gravedad ejerce sobre los cuerpos su implacable poder de atracción e ir en contra de ella supone un necesario esfuerzo hasta para las delgadas y finas manecillas de un reloj.
Con los ojos cerrados se concentró intensamente en esas casi imperceptibles variaciones de sonido tratando de averiguar la hora exacta. Cuando le pareció haber descifrado el enigma, las comisuras de sus labios se elevaron ligeramente dibujando un asomo de sonrisa en su rostro y en el fondo de su mente comenzó a acompañar el tic tac con la cuenta precisa: 28, 29, 30, pausa, 31...  Al llegar a 50 suavemente deslizó la mano derecha para apartar las sábanas con las que se cubría hasta las pestañas y se giró en dirección a la mesita de noche cuidando de que su cuerpo no invadiera más allá del reducido espacio en el que dormía cada noche, como si tuviera que pagar alquiler en caso de ocupar un área mayor es su propia cama. Al llegar a 59 abrió de golpe los ojos para atrapar el instante preciso en el que el fluorescente minutero alcanzaba el cénit de la carátula blanca. Eran las 5:46 un minuto más temprano que ayer. Se incorporó y tomó la libretita de pastas de plástico barato. Un diminuto lápiz que había dado ya incontables vueltas en el interior del sacapuntas marcaba la página de su última anotación. Hoy había roto la racha de 33 días despertando a las 5:47. La punta del lápiz se quebró. Con un rápido movimiento recuperó el pedacito de grafito y lo metió con esmero en el hueco del que acababa de escapar. Si era cuidadoso podría aprovechar todavía la mina antes de tenerle que sacar, quizá por última vez, punta al gastado lapicito.
Se sentó en la orilla de la alta cama dejando colgar los pies. Unos movimientos de cabeza arriba y abajo, a derecha y a izquierda y luego en círculos primero en el sentido de las manecillas del reloj y enseguida, al contrario. Estiró los brazos a la altura de los hombros y giró las muñecas hacia adentro y hacia afuera mientras los pies imitaban el movimiento. De un salto aterrizó en las pantuflas que estaban colocadas con precisión casi milimétrica en el sexto mosaico del ajedrezado piso blanco y negro. Volteó a ver su cama, y como cada mañana, de no ser por el triangulito de las sábanas recién apartadas, parecía que nadie había dormido en ella. Suspiró satisfecho y abrió las pesadas cortinas.
Era el último sábado del mes y, como correspondía desde hacía 42 años, era día de limpieza del refrigerador. Después de la meticulosa rutina matutina (ducha, café, dos vueltas a la manzana y luego al puesto de periódicos, desayuno y lavado de platos), de la covacha sacó la tinaja que alguna vez fuera azul brillante y el guacal de madera. Arrastró el banco blanco con el asiento pintado de rojo al lado del sólido refrigerador Friem que llevaba en su familia literalmente toda su vida. Sus padres lo habían comprado cuando él nació, hacía 64 años.  «Un confiable Westinghouse» como rezaba la publicidad, cuyos únicos pecados en tantos años eran una capa de hielo cada vez más gruesa y el rítmico y ronco zumbido del incansable motor que, de tanto en tanto, lanzaba un tufillo parecido al olor de una vieja tlapalería. Tenía que vaciarlo, quitar las charolas, meter la tina de plástico en la parte de abajo, dejar la puerta abierta durante poco más de una hora y esperar que los trozos de grueso hielo comenzaran a derretirse y a caer. En la tarja puso la cubetera de hielo y la jarra de agua. En el huacal de madera metió el litro de leche, el bote de mayonesa, cuatro manzanas, un trozo de queso manchego, la olla de peltre amarilla con la última porción de arroz de la semana, el tuper rosa de los frijoles, una gelatina de limón en su desportillado tarro de vidrio y cuatro vasos de yogurt natural. Entonces se dio cuenta. Uno de los vasitos estaba caduco. Sintió como desde el estómago subía esa conocida ola roja de coraje y frustración. Cuando los compraba, cuidadoso como era, revisaba siempre la fecha de caducidad y los guardaba formados en riguroso orden para asegurarse de dejar los más frescos hasta el final. Alzó la vista y vio el calendario de la frutería Laurita: 29 de noviembre, sábado. Luego de nuevo el vasito: 18 de noviembre. Once días. Entrecerró los ojos aguzando la mirada y acercó el yogurt a su rostro. Sí, 18 de noviembre.  
Un clic en la cerradura del cajón de sus recuerdos. La cocina con su confiable Westinghouse y su bien organizada rutina matutina de sábado último de mes se desvanecieron.

A pesar de lo avanzado del otoño era una templada y luminosa tarde de lunes. Una banca en el parque. En el suelo de negra piedra, la danza de los circulitos de luz dorada que se colaba por entre las ramas del laurel. El cristalino repiqueteo del agua en la fuente frente a la Iglesia. Su risa más cristalina aún. Él tenía 20 años y ella 17. Le pidió que fuera su novia y le dijo que sí. Su mano en la suya, sus dedos entrelazados. Calorcito en el corazón.
¿Hacía cuánto tiempo no pensaba en ese día? Durante muchos años el recuerdo de ese luminoso lunes 18 de noviembre lo llenó de gratitud y sosegó el enorme vacío de su ausencia. Porque las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Siete meses de felicidad pura, de su mano en la suya, de planes y proyectos, de calorcito en el corazón y repentinamente su risa se apagó: un aneurisma estalló en su cabeza. Y el mundo de él estalló al unísono rompiéndose en tantos pedazos que no fue capaz de volverlos a reunir.

Con un pie alejó el huacal y se levantó, sacó una cucharita del cajón y, yogurt en mano, salió de casa. Olvidó las llaves y el hielo del refrigerador y caminó hasta el parque. Allí estaba el árbol. Se sentó en la vieja y oxidada banca, destapó el vasito de yogurt, hundió la cuchara y la llevó hasta su boca  mientras miraba la danza de los circulitos de luz dorada que se colaba por entre las ramas del laurel. Calorcito en el corazón.




lunes, 8 de junio de 2020

El amor miró al tiempo y rio


Y el amor miró al tiempo y se rio,

porque sabía que no lo necesitaba.

Fingió morir por un día,

y reflorecer por la noche,

sin leyes que obedecer.

Se quedó dormido en un rincón de su corazón

durante un tiempo inexistente.

Escapó sin alejarse,

regresó sin haberse ido,

el tiempo moría y él permanecía.



E l’amore guardò il tempo e rise Poesía atribuida a Luigi Pirandello 

*de Antonio Massimo Rugulo???