jueves, 6 de agosto de 2020

Cobaya en rosa

 

 

Se acercó aún más al espejo, abriendo los ojos desmesuradamente tratando de leer en su mirada algo que delatara cualquier cambio en su condición.

Cuando era niña, una avinagrada monja del colegio las formaba en fila y con las manos entrelazadas en la espalda caminaba lentamente de arriba abajo sin pronunciar palabra, mirándolas con el rabillo del ojo. De pronto, como si algo la obligara a pararse en seco, se detenía, se agachaba delante de la niña que tenía enfrente, entrecerraba los ojos y aproximaba su rostro tanto que las narices casi se tocaban y la escudriñaba con atención, respirando pesadamente. Luego retrocedía un par de pasos, levantaba la vista como mirando al horizonte y, siseando sentenciaba: «Los ojos son las ventanas del alma, y el pecado no puede esconderse».

A lo largo de los años había intentado en vano leer en sus ojos la huella de sus muchísimas faltas. Nunca lo había conseguido y vaya que tenía una larga lista de pecados de todo tipo y de diversa gravedad. Pero hoy en su mirada no buscaba la revelación de su disoluta conducta, tan sólo trataba de identificar, antes de que le dieran los resultados definitivos, si había algún cambio visible.

Hacía ya cuatro meses que participaba en el experimento y estaba ansiosa por saber si la cosa funcionaba o no. Los constantes controles médicos, las tomas de sangre diarias, los exhaustivos interrogatorios la tenían harta y, ¿quién lo hubiera dicho? por más comodidades que tuviera en esa casa, con su cuarto propio con baño y esa gran tina donde podía sumergirse horas y horas, esas apetitosas y abundantes comidas servidas en el impecable comedor, y la alberca y los jardines, no bastaban: quería irse, salir de allí. Claro que no se marcharía sin el dinero que le habían ofrecido. Se lo había ganado.

Al inicio le pareció un plan estupendo. Unos meses de vacaciones en una lujosa villa, todo pagado, además de una importante suma de dinero que no ganaría ni trabajando triple turno y, encima de todo contribuiría, literalmente, a salvar al mundo. La propuesta no podía haber llegado en mejor momento: el negocio estaba casi parado. La famosa cuarentena había alejado a los clientes.

Cuando comenzó la pandemia, tuvieron que cerrar el negocio. Ni un alma se acercaba. Pasadas unas cuantas semanas, algunos clientes comenzaron a llamar: querían volver, pero tenían miedo. Hubo uno al que se le ocurrió exigirles pruebas de su estado de salud. La jefa lo paró en seco. Si a alguien debía pedírsele esa prueba era a los clientes. Después de todo, desde el inicio del confinamiento su personal se había mantenido recluido en las instalaciones. Entonces, como tantos otros negocios, decidieron explorar el mundo digital y comenzaron a ofrecer sus servicios de manera virtual. Pero desde luego no era lo mismo, ¿cómo podría ser igual? Además, tenían muchísima competencia desleal. Claro que la calidad y la experiencia no eran comparables, pero había quien ofrecía sus mismos servicios de forma gratuita.

Cuando quedó claro que la emergencia sanitaria iba para largo y que las contradictorias medidas nacionales de salud no habían servido para vencer al diminuto bicho, la disyuntiva entre morir de hambre y arriesgarse al contagio quedó resuelta. Era necesario abrir las puertas y volver al trabajo. Después de todo, la vida trae intrínsecamente aparejado el riesgo de la muerte. Además, la convivencia tan estrecha durante el encierro comenzaba a generar tensiones entre el personal. Si querían seguir en el negocio y evitar la desbandada, tenían que volver al servicio en vivo lo antes posible.

Con el tacto y la discreción que les caracterizaba, informaron a sus clientes y agendaron las primeras citas. Habían tomado estrictas medidas sanitarias para garantizar, tanto como era posible dadas las circunstancias, la seguridad de todos.

Y fue en esa primera semana de reapertura cuando en la puerta apareció Munera armado con cubrebocas y careta. Tras frotarse largo rato las manos con gel desinfectante, se aproximó directo hasta donde ella estaba.

—Lindo cubrebocas —le dijo, guiñándole un ojo. Se adivinaba la sonrisa en sus labios.

Había forrado su cubrebocas blanco con un delicado encaje color menta que contrastaba con su negrísimo pelo.

—Y combina con el resto —replicó coqueta, deslizando una mano por el escote de la sedosa bata blanca dejando entrever un tirante adornado con pedrería.

Más tarde, tendidos en la cama mirando al techo, mientras él le acariciaba el cabello le dijo que la había extrañado. Ella no solía contestar a la cursilería de sus clientes, pero Munera le caía bien. Era un tipo pulcro y respetuoso y siempre le dejaba una generosa propina. Agradecía que fuera él su primer cliente.

—Yo también —replicó.

Entonces él se incorporó acomodándose sobre el codo para mirarla a los ojos.

—Tengo una propuesta para ti, bonita. No quiero que sigas aquí mientras dure esta situación. Estás en riesgo. ¿Qué me dirías si te invito unas vacaciones todo pagado durante varios meses y además te doy un fajo grande de billetes? Tendrás todo. Es un sitio estupendo y no tendrás que trabajar.

—¿Ganar dinero sin trabajar? Eso, ni en mi mundo, ni en el tuyo existe. ¿Qué tengo que hacer?

—Bueno, verás, bonita… digamos que yo estoy con los buenos, soy del equipo de los superhéroes que salvarán al mundo. Trabajo en un importante laboratorio de investigación y estamos desarrollando la vacuna que terminará con este infierno. Para ello, necesitamos de gente valiente que nos quiera ayudar. ¿Qué te parece?

—¿Me ofreces ser una cobaya?

—No lo digas así, suena muy frío. Pero si lo quieres poner en esos términos es verdad: necesitamos de ratoncitas lindas como tú. Yo mismo también voy a participar. ¿Qué dices? Para tener todo bajo control, el laboratorio ha alquilado una villa espectacular, pasaremos allí unos meses.

Y para despejar cualquier recelo, extendió el brazo alcanzando el celular que había dejado en la mesita de noche y tras teclear algo le mostró en la pantalla el saldo de su cuenta bancaria.

—Bonita, si aceptas, ahora mismo te transfiero, como anticipo, el diez por ciento de esta cantidad.

 

Y desde hacía cuatro meses estaba allí.

Convencida de que no lograba detectar en sus ojos ningún indicio de su condición, se apartó un poco del espejo y comenzó a cepillarse. Tras unos minutos se dio cuenta de que en el cepillo había montones de pelo. Le prometieron que sería el propio Munera quien hoy le entregaría los primeros resultados. Desde que llegaron a la villa, lo había visto solo un par de veces y en esas ocasiones él apenas le dirigió la palabra.

Hoy sabría por fin si la famosa vacuna era la responsable de esa creciente debilidad en las piernas que le impedía caminar desde hacía una semana.

sábado, 1 de agosto de 2020

Casino Querétaro

Casino Querétaro

 

Fue esa interrupción a la hora de la comida la que cambió nuestras vidas. Y no me refiero a uno de esos giros que ponen la vida patas arriba.  No. Simplemente nuestra vida cambió. Las cosas eran de un modo, y de pronto, fueron de otro. Cambiamos de casa, de ciudad, de amigos y también de infancia.

        No era raro que a Papá lo fueran a buscar a cualquier hora a casa, pero no era frecuente que lo hicieran durante la comida, más que nada porque con el calorón que hacía al medio día, a nadie se le ocurría andar en la calle a esas horas. Vivíamos en un pueblo sureño de frontera, aunque a Mamá le gustaba decir que era una pequeña (y encantadora) ciudad. En esa época sólo muy pocas casas contaban con teléfono, de modo que lo más común era que la gente se apersonara para arreglar cualquier asunto, aclarar una duda, informar de algo. Así que casi diario alguien tocaba a la puerta de casa por una cosa o por la otra. Normalmente Rosa atendía la puerta, tomaba el recado y, si era algo urgente o importante, avisaba de inmediato a Papá, y si no, simplemente despachaba al inoportuno visitante diciéndole que ella le avisaría al Ingeniero. A mí Rosa me recordaba a la gran esfinge: había que decir las palabras precisas y correctas para poder franquear el umbral que celosamente la enorme juchiteca vigilaba, lo mismo si se trataba de la puerta de casa que de la puerta de la despensa.

        De modo que ese día, cuando a mitad de la comida tocaron a la puerta, Rosa se apresuró a atender y un minuto después, más seria de lo que normalmente era, volvió y le avisó a Papá que al Doctor Portilla le urgía verlo y que no podía esperar.

        Esa misma tarde, Mamá con la ayuda de Rosa y de Abuelita empezaron a meter en los baúles y en cajas toda nuestra ropa, algunos juguetes y nos dijo que eligiéramos cada uno un libro, porque a la mañana siguiente nos iríamos en tren a la ciudad de México. Pensamos que serían unas vacaciones, pero nunca volvimos y es que había rumores de que querían secuestrarnos a mí y a mis hermanos porque no se quien le tenía coraje al «ingeniero gringo ese». Papá no era gringo, era italiano. Pero igual nos fuimos y nunca regresamos.

 

El viaje en tren desde la frontera sur hasta la ciudad de México duraba entonces tres días, así que viajamos en uno de los carros cama para que pudiéramos dormir por la noche. Aunque había un carro comedor, llevábamos bocadillos y fruta para el viaje y la señora Alicia, la esposa del Doctor Portilla, que se fue a despedir a la estación, nos llevó un panqué de naranja recién horneado. No he vuelto a probar un panqué igual.

        Yo esperaba volver a encontrarme en el tren con la compañía de títeres de Podrecca. Hacía dos años había viajado a la Ciudad de México con Abuelita y coincidimos con los titiriteros italianos. ¡Cómo me divertí durante ese viaje! Me enseñaron sus marionetas y hasta representaron para mí un pedacito de un cuento en el que salía una cigüeña de patas muy flacas, como deben de ser las cigüeñas. Fueron tan amables que, al final del viaje, nos regalaron entradas para ver su espectáculo el domingo siguiente en Bellas Artes. Pero esta vez, Vittorio Podrecca y sus marionetas no iban en el tren. Lo único memorable de ese viaje, además de que fue el que cambió nuestras vidas, fue que Mamá quiso bajar en Fortín de las Flores y compramos prendedores de gardenias. Todavía olían cuando llegamos a la estación de Buenavista.


Nos fuimos a vivir a una casa bien grande en la calle de Querétaro. En la parte de atrás colindaba con la casa de los padres dominicos quienes siempre nos acusaban cuando brincábamos del balcón al tejabán del jardín o cuando corríamos por la barda.

        Como muchas de las casas de esa época, las habitaciones se comunicaban entre sí. Para llegar a nuestra recámara, teníamos que pasar por la de Papá y Mamá. La de Abuelita, en cambio, era independiente y estaba separada por un pasillo con baldosas ajedrezadas.

        Cenábamos siempre a las 6 de la tarde y a las 7 nos mandaban a la cama.  Papá y Mamá salían a esa hora a pasear: la mayoría de las veces a dar largas caminatas y, de vez en cuando, iban al cine o a casa de amigos. Abuelita se quedaba a cuidarnos. Supongo que cuando éramos pequeños ese horario estaba bien, pero ya teníamos 9, 7 y 5 años y a esa edad era imposible dormirnos tan temprano. Así que fingíamos que obedecíamos y, cuando calculábamos que Abuelita ya estaba entretenida con el libro de turno, nos poníamos a jugar, pero por más bajito que habláramos, casi siempre nos sorprendía porque caminaba de puntillas para no hacer ruido, abría la puerta despacito y con su típico «¡Ale, ale!» nos regresaba a la cama. Y esa danza ocurría hasta tres veces cada noche.

        Un día, una de las baldosas del pasillo se aflojó: al pisarla hacía clac-clac, así sabíamos que se acercaba y corríamos a la cama y nos hacíamos los dormidos, pero pronto descubrió nuestra alarma y empezó a evitar pisar el cuadrito negro. Ese era el jueguito. Nosotros tratando de que no nos descubriera y ella empecinada en sorprendernos.

        Una noche a Carlos se le ocurrió una idea. Se trepó arriba del ropero y se cubrió con una sábana acechando la llegada de Abuelita. Estábamos callados, callados, mirando expectantes la puerta y aguantándonos la risa. De pronto, vimos girar la perilla despacito y cuando asomó la cabeza, Carlos saltó desde lo alto del ropero gritando: ¡aaaaaahhhhh! Abuelita cerró de golpe la puerta y la oímos correr y tropezarse. En la huida tiró algo que se hizo añicos. Muertos de la risa, salimos a ver cómo estaba. La pobre mujer respiraba con dificultad, pálida como un fantasma de verdad, se tocaba el pecho con una mano. Entonces, los asustados fuimos nosotros. Le llevamos agua, la ayudamos a acostarse y le pedimos mil veces perdón. Cuando por fin se tranquilizó, nos fuimos a dormir arrepentidos y temerosos de que nos acusara con Papá. Una cosa eran los chismes de los dominicos por correr en la barda y otra cosa era el casi asesinato de Abuelita.

        Pasó la hora del desayuno, pasó la hora de la comida y pasó la hora de la cena. Ni señales de que nos hubiera echado de cabeza. Como cada noche, nos mandaron a dormir. Ahora sí nos quedamos callados, cada uno en su cama, luz apagada y con los ojos bien abiertos incapaces de movernos. Apenas oímos que Papá y Mamá cerraban la puerta de la calle, Abuelita entró en nuestra recámara y prendió la luz.

        —Pónganse la bata y las pantuflas. Los veo en mi recámara.

        Cruzamos miradas, temiendo el sermón y el regaño, o quizá algo peor: la venganza. Así que nos apresuramos a hacer lo que nos decía.

        —Siéntense —dijo, indicándonos la mesita al lado de la ventana en la que ya había dispuesto cuatro copitas de cristal y un mazo de cartas—. Carlos, reparte la baraja: 10 cartas para cada uno.

        Y mientras Carlos con los ojos desmesuradamente abiertos repartía las cartas mirándonos alternativamente a mí y a Lupina, Abuelita sacó de su ropero una botella del licor de café que preparaba para Navidad y lo sirvió en las copitas.

        —Muy bien. Ahora les explico las reglas de la Brisca.

        Y diciendo ¡salud! sellamos un pacto tácito: ella no nos acusaría por casi matarla y nosotros no diríamos nada del casino nocturno. Jugábamos en parejas: Abuelita y Lupina, Carlos y yo. Aprendimos a jugar brisca, canasta y tute. Abuelita alternaba el licor de café con el de durazno. Alguna vez nos ofreció anís y nunca supimos de dónde lo sacó. En más de una ocasión, cuando la racha no favorecía a la dupla abuela y nieta, Abuelita añadía una nueva regla que «se le había olvidado» Tampoco era raro que intercambiara sospechosas toses con Lupina. Apenas escuchábamos la llave en la cerradura de la puerta principal, nos levantábamos en silencio y sin encender la luz del pasillo, volvíamos a nuestra recámara cuidando de no pisar la baldosa floja y nos metíamos en la cama.

        Pero un día no los escuchamos volver y, mientras sumábamos el valor de nuestras bazas, irrumpieron los intrusos en el casino. Papá no dijo nada. Se dio la vuelta y salió echo una tromba, oímos sus pasos bajando la escalera y la puerta de su despacho cerrarse de golpe. Abuelita empalideció y sin levantar la vista, mientras recogía la baraja nos despachó a nuestra recámara.

Esa noche el Casino Querétaro cerró sus puertas para siempre.

sábado, 18 de julio de 2020

¿Quién está contigo?


En medio de esta distancia forzada, ¿quién  está contigo?

No hay nada que separe los amores del corazón. Ni la distancia, ni el tiempo, ni siquiera eso que llaman muerte. Conmigo están, y van donde yo voy, mis amores, mis amigos, mi gente. Porque los llevo en el corazón: aquí viven y están conmigo.


2020
Año de la Pandemia

sábado, 27 de junio de 2020

Dieciocho de noviembre




Llevaba la cuenta exacta. Desde hacía catorce meses, 62 semanas para mayor precisión, despertaba antes de que sonara la alarma. No era un despertar lento y progresivo. No. Pasaba del sueño profundo a la vigilia plena en un instante, pero a pesar de estar perfectamente despierto mantenía los ojos cerrados y se concentraba en el tic tac del reloj de carátula blanca en la mesita de noche. A diferencia de la creencia generalizada de que un tic es igual a otro tic y un tac suena idéntico al siguiente, sabía que no era así. Dependiendo de la posición de las agujas, cada tic y cada tac suenan diferente. Cuando las manecillas inician su recorrido desde el doce, el tictaqueo tiene una tonalidad ligeramente más aguda, como si al comenzar a descender las agujas ganaran impulso y su paso se volviera más ágil como el de un cervatillo correteando en un sereno y luminoso bosque. Luego, al llegar al seis hay una brevísima pausa y entonces comienza el fatigoso ascenso hacia la cúspide. Por más sofisticado que sea el mecanismo de engranes, sin importar si es una joya de relojería suiza o un cubo de plástico chino, como el suyo, la fuerza de gravedad ejerce sobre los cuerpos su implacable poder de atracción e ir en contra de ella supone un necesario esfuerzo hasta para las delgadas y finas manecillas de un reloj.
Con los ojos cerrados se concentró intensamente en esas casi imperceptibles variaciones de sonido tratando de averiguar la hora exacta. Cuando le pareció haber descifrado el enigma, las comisuras de sus labios se elevaron ligeramente dibujando un asomo de sonrisa en su rostro y en el fondo de su mente comenzó a acompañar el tic tac con la cuenta precisa: 28, 29, 30, pausa, 31...  Al llegar a 50 suavemente deslizó la mano derecha para apartar las sábanas con las que se cubría hasta las pestañas y se giró en dirección a la mesita de noche cuidando de que su cuerpo no invadiera más allá del reducido espacio en el que dormía cada noche, como si tuviera que pagar alquiler en caso de ocupar un área mayor es su propia cama. Al llegar a 59 abrió de golpe los ojos para atrapar el instante preciso en el que el fluorescente minutero alcanzaba el cénit de la carátula blanca. Eran las 5:46 un minuto más temprano que ayer. Se incorporó y tomó la libretita de pastas de plástico barato. Un diminuto lápiz que había dado ya incontables vueltas en el interior del sacapuntas marcaba la página de su última anotación. Hoy había roto la racha de 33 días despertando a las 5:47. La punta del lápiz se quebró. Con un rápido movimiento recuperó el pedacito de grafito y lo metió con esmero en el hueco del que acababa de escapar. Si era cuidadoso podría aprovechar todavía la mina antes de tenerle que sacar, quizá por última vez, punta al gastado lapicito.
Se sentó en la orilla de la alta cama dejando colgar los pies. Unos movimientos de cabeza arriba y abajo, a derecha y a izquierda y luego en círculos primero en el sentido de las manecillas del reloj y enseguida, al contrario. Estiró los brazos a la altura de los hombros y giró las muñecas hacia adentro y hacia afuera mientras los pies imitaban el movimiento. De un salto aterrizó en las pantuflas que estaban colocadas con precisión casi milimétrica en el sexto mosaico del ajedrezado piso blanco y negro. Volteó a ver su cama, y como cada mañana, de no ser por el triangulito de las sábanas recién apartadas, parecía que nadie había dormido en ella. Suspiró satisfecho y abrió las pesadas cortinas.
Era el último sábado del mes y, como correspondía desde hacía 42 años, era día de limpieza del refrigerador. Después de la meticulosa rutina matutina (ducha, café, dos vueltas a la manzana y luego al puesto de periódicos, desayuno y lavado de platos), de la covacha sacó la tinaja que alguna vez fuera azul brillante y el guacal de madera. Arrastró el banco blanco con el asiento pintado de rojo al lado del sólido refrigerador Friem que llevaba en su familia literalmente toda su vida. Sus padres lo habían comprado cuando él nació, hacía 64 años.  «Un confiable Westinghouse» como rezaba la publicidad, cuyos únicos pecados en tantos años eran una capa de hielo cada vez más gruesa y el rítmico y ronco zumbido del incansable motor que, de tanto en tanto, lanzaba un tufillo parecido al olor de una vieja tlapalería. Tenía que vaciarlo, quitar las charolas, meter la tina de plástico en la parte de abajo, dejar la puerta abierta durante poco más de una hora y esperar que los trozos de grueso hielo comenzaran a derretirse y a caer. En la tarja puso la cubetera de hielo y la jarra de agua. En el huacal de madera metió el litro de leche, el bote de mayonesa, cuatro manzanas, un trozo de queso manchego, la olla de peltre amarilla con la última porción de arroz de la semana, el tuper rosa de los frijoles, una gelatina de limón en su desportillado tarro de vidrio y cuatro vasos de yogurt natural. Entonces se dio cuenta. Uno de los vasitos estaba caduco. Sintió como desde el estómago subía esa conocida ola roja de coraje y frustración. Cuando los compraba, cuidadoso como era, revisaba siempre la fecha de caducidad y los guardaba formados en riguroso orden para asegurarse de dejar los más frescos hasta el final. Alzó la vista y vio el calendario de la frutería Laurita: 29 de noviembre, sábado. Luego de nuevo el vasito: 18 de noviembre. Once días. Entrecerró los ojos aguzando la mirada y acercó el yogurt a su rostro. Sí, 18 de noviembre.  
Un clic en la cerradura del cajón de sus recuerdos. La cocina con su confiable Westinghouse y su bien organizada rutina matutina de sábado último de mes se desvanecieron.

A pesar de lo avanzado del otoño era una templada y luminosa tarde de lunes. Una banca en el parque. En el suelo de negra piedra, la danza de los circulitos de luz dorada que se colaba por entre las ramas del laurel. El cristalino repiqueteo del agua en la fuente frente a la Iglesia. Su risa más cristalina aún. Él tenía 20 años y ella 17. Le pidió que fuera su novia y le dijo que sí. Su mano en la suya, sus dedos entrelazados. Calorcito en el corazón.
¿Hacía cuánto tiempo no pensaba en ese día? Durante muchos años el recuerdo de ese luminoso lunes 18 de noviembre lo llenó de gratitud y sosegó el enorme vacío de su ausencia. Porque las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Siete meses de felicidad pura, de su mano en la suya, de planes y proyectos, de calorcito en el corazón y repentinamente su risa se apagó: un aneurisma estalló en su cabeza. Y el mundo de él estalló al unísono rompiéndose en tantos pedazos que no fue capaz de volverlos a reunir.

Con un pie alejó el huacal y se levantó, sacó una cucharita del cajón y, yogurt en mano, salió de casa. Olvidó las llaves y el hielo del refrigerador y caminó hasta el parque. Allí estaba el árbol. Se sentó en la vieja y oxidada banca, destapó el vasito de yogurt, hundió la cuchara y la llevó hasta su boca  mientras miraba la danza de los circulitos de luz dorada que se colaba por entre las ramas del laurel. Calorcito en el corazón.




lunes, 8 de junio de 2020

El amor miró al tiempo y rio


Y el amor miró al tiempo y se rio,

porque sabía que no lo necesitaba.

Fingió morir por un día,

y reflorecer por la noche,

sin leyes que obedecer.

Se quedó dormido en un rincón de su corazón

durante un tiempo inexistente.

Escapó sin alejarse,

regresó sin haberse ido,

el tiempo moría y él permanecía.



E l’amore guardò il tempo e rise Poesía atribuida a Luigi Pirandello 

*de Antonio Massimo Rugulo??? 


sábado, 23 de mayo de 2020

Niño





La furiosa tormenta azotaba al pueblo. Un viento pertinaz se colaba por todas partes y no había modo de atajarlo. Los sólidos batientes de cedro que sellaban las ventanas se cimbraban insistentemente y un helado chiflón penetraba en la casa.
      Hacía horas que Teopista sentía los fuertes dolores de parto. Estaba exhausta y tenía miedo. Sabía lo que era dar a luz, no era su primer hijo, pero este embarazo había sido tortuoso desde el inicio. La noche que concibió a la criatura, porque bien sabía cuando había ocurrido, un par de urracas negras se posaron en el alero y desde ese entonces no habían logrado ahuyentarlas.
      Anna, la vecina también había visto a las aves y le había aconsejado que se atara una cinta roja alrededor del vientre haciendo que un extremo colgara del lado izquierdo casi hasta la altura de la rodilla para protegerla a ella y a la criatura.
      De pronto la tormenta cesó. No amainó, no bajó de intensidad. Simplemente se detuvo del todo: ya no había lluvia, ni viento, ni truenos, parecía incluso que la tierra se había secado. La noche se tornó silencio. Y en ese preciso momento Teopista dio a luz.
      —Es un niño —dijo la comadrona.
      Después de dos niñas por fin había llegado el varón que tanto deseaba Claudio. Pero hacía tres meses que Claudio se había embarcado en el buque mercante y, si bien les iba, volvería hasta el próximo mes.
      La comadrona sostuvo a la criatura entre sus manos para envolverla. No lloraba. Los ojos del pequeño se abrieron. Entonces, la mujer separó los labios para decir algo más pero de su boca no salió palabra alguna. Asustada, colocó al niño entre los brazos de Teopista, apartó la mirada y se concentró en terminar el trabajo de alumbramiento. La madre estaba agotada, abrazó a su pequeño, le dio un beso en la frente y cerró los ojos.


Cuando casi dos meses después el barco mercante atracó en el puerto, Claudio fue de los primeros en aparecer en la barandilla listo para descender. Sabía que para entonces su hijo —porque esperaba que esta vez sí fuera un niño— ya habría nacido y estaba ansioso por correr a casa. Mientras recorría la pasarela hasta el muelle vio que la gente que esperaba abajo fijaba la vista en él, le dio la impresión de que cuchicheaban. De entre la multitud vio asomar la cabecita de Francisca, su hija mayor. Aunque habían pasado sólo 5 meses desde que se marchara, le pareció que estaba más alta pero también notó que tenía los ojos rojos y acuosos como si llevara llorando ya muchos días.
       Claudio se agachó para abrazarla y besó su cabeza. La niñita correspondió a su abrazo con fuerza y le susurró al oído:
      —Papá, tienes que hacer algo.
      Claudio miró a Francisca a los ojos y vio el miedo reflejado en su mirada, se levantó, la tomó firmemente de la mano y apresuró el paso sin decir palabra.
      
—Algo pasa con el niño —le dijo Teopista apenas cruzó el umbral.
      El pequeño estaba dormido en la cuna de madera al lado de la cama.
      Es hermoso, pensó Claudio, y es un niño. Sin embargo, era claro que algo no andaba bien. Negras y profundas ojeras marcaban el rostro de su esposa. Las niñas estaban llorosas e inquietas. Con la mirada llena de temor y dudas buscó los ojos de la madre.
      —Cuando nos mira —dijo la mujer con voz temblorosa—, no podemos hablar. No salen palabras de nuestras bocas, ni un sonido, nada.
      Teopista comenzó a llorar desconsolada como si al pronunciar esas palabras un dique se hubiera roto permitiendo salir el torrente de angustia que desde hacía dos meses la atormentaba.

      Lo intentaron todo. De nada sirvieron los brebajes, ni las limpias, ni siquiera los rezos: quien lo miraba a los ojos se quedaba mudo, pero bastaba con  apartar la mirada para recuperar la posibilidad de hablar.  No era falta de voz. El hijo de los Gentile era el Silencio. Y como al verlo no era posible articular ni tampoco pensar palabra alguna, no pudieron darle un nombre.  Lo llamaron simplemente “Niño”.

      Niño acababa de cumplir los 7 años cuando, al volver de uno de sus habituales viajes, Claudio irrumpió en casa entusiasmado. Aunque ya hacía mucho que habían perdido toda esperanza, el padre de la criatura no había renunciado a la posibilidad de encontrar un remedio. Se acercó al pequeño y lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa y acarició su negro cabello.
      Salió de la habitación y llamó a Teopista a parte:
      —Prepara al chico. Sé donde pueden ayudarnos. Lo llevaré conmigo. Ya hice los arreglos. Reza para que funcione esta vez.
      Los ojos de la madre parecían dos canicas opacas y sin vida. Negando con la cabeza, suspiró y se dispuso a hacer lo que le había pedido. Vistió a Niño con sus mejores ropas. Estrenaría su primer pantalón largo.

      Enclavado en una hondonada entre altas montañas, llegaron hasta uno de esos burgos medievales que parecen una fotografía en blanco y negro donde el tiempo se ha detenido. Parecía estar abandonado pero desde las ventanas de las casas se adivinaban figuras que recelosas curioseaban a los recién llegados. Avanzaron por las estrechas y empinadas calles pasando debajo de arcos que comunicaban las casas de un lado al otro y dejaron atrás el caserío hasta llegar a las puertas de un imponente monasterio que parecía una prolongación de la rocosa montaña en donde se asentaba.
      Un joven sacerdote con su negra sotana los condujo desde la portería hasta el refectorio. Les pidió que esperaran y les ofreció agua y un plato de manzanas e higos.
      Minutos más tarde apareció un cura robusto que se presentó como el prior. Tras intercambiar unas palabras con Claudio, tomó a Niño de la mano sin mirarlo a los ojos y lo condujo al claustro donde una docena de seminaristas y jóvenes sacerdotes, todos vestidos  con negras sotanas esperaban dispuestos en un círculo. El prior le indicó a Niño que se colocara en el centro. Los hombres entonces comenzaron una danza girando en torno al pequeño. De no ser porque estaban en Sagrado aquello parecería un aquelarre. Tomados de las manos daban vueltas y más vueltas, aumentando la velocidad, entonando repetitivos versos en latín. Por momentos en sus rostros parecían dibujarse muecas que semejaban sonrisas en esa especie de frenético exorcismo dancístico. Niño estaba quieto mirándolos con sus negros ojos.
      De pronto, un ominoso silencio pareció descender y abarcarlo todo. Los jóvenes sacerdotes seguían moviendo la boca pero ya no salía palabra alguna. Confundidos, dejaron de girar, se soltaron de las manos y voltearon inquisitivos a ver al Prior. El horror se dibujó en el rostro del prelado cuando quiso hablar y no pudo emitir sonido alguno, a pesar de no estar mirando al pequeño.
      Niño entonces se dirigió hasta donde estaba su padre, lo tomó de la mano y juntos se encaminaron a la portería. Claudio asintió comprendiendo. Deshicieron el camino andado y llegaron a la plaza central, donde varias mujeres conversaban en corros, seguramente hablando de los extraños que habían llegado esa mañana al pueblo. Levantaron la vista al verlos acercarse. Niño se paró en medio de la plaza. Todo quedó en silencio. Las mujeres entonces bajaron la mirada y comenzaron a alejarse. 
      El pueblo quedó inmerso en el más profundo mutismo.



 *Cuento basado en las fotografías de Mario Giacomelli

viernes, 8 de mayo de 2020

SPRING IS LIKE A PERHAPS HAND e.e. Cummings




Primavera es como acaso una mano
(que llega cuidadosamente
desde Ninguna parte) disponiendo
una ventana, por donde la gente mira (mientras
la gente observa, arregla y cambia de lugar
cuidadosamente una cosa extraña aquí
una cosa conocida allá) y

cambiando todo cuidadosamente

primavera es como acaso una
Mano en una ventana
(cuidadosamente aquí y allá moviendo
cosas Nuevas y Viejas, mientras
la gente observa cuidadosamente
moviendo acaso
una fracción de una flor aquí
colocando una pulgada de aire allá) y

sin romper nada.