La furiosa tormenta azotaba al
pueblo. Un viento pertinaz se colaba por todas partes y no había modo de
atajarlo. Los sólidos batientes de cedro que sellaban las ventanas se cimbraban
insistentemente y un helado chiflón penetraba en la casa.
Hacía horas que Teopista sentía
los fuertes dolores de parto. Estaba exhausta y tenía miedo. Sabía lo que era
dar a luz, no era su primer hijo, pero este embarazo había sido tortuoso desde
el inicio. La noche que concibió a la criatura, porque bien sabía cuando había
ocurrido, un par de urracas negras se posaron en el alero y desde ese entonces
no habían logrado ahuyentarlas.
Anna, la vecina también había
visto a las aves y le había aconsejado que se atara una cinta roja alrededor
del vientre haciendo que un extremo colgara del lado izquierdo casi hasta la
altura de la rodilla para protegerla a ella y a la criatura.
De pronto la tormenta cesó. No
amainó, no bajó de intensidad. Simplemente se detuvo del todo: ya no había lluvia,
ni viento, ni truenos, parecía incluso que la tierra se había secado. La noche
se tornó silencio. Y en ese preciso momento Teopista dio a luz.
—Es un niño —dijo la comadrona.
Después de dos niñas por fin
había llegado el varón que tanto deseaba Claudio. Pero hacía tres meses que
Claudio se había embarcado en el buque mercante y, si bien les iba, volvería hasta
el próximo mes.
La comadrona sostuvo a la
criatura entre sus manos para envolverla. No lloraba. Los ojos del pequeño se
abrieron. Entonces, la mujer separó los labios para decir algo más pero de su
boca no salió palabra alguna. Asustada, colocó al niño entre los brazos de
Teopista, apartó la mirada y se concentró en terminar el trabajo de
alumbramiento. La madre estaba agotada,
abrazó a su pequeño, le dio un beso en la frente y cerró los ojos.
Cuando casi dos meses después el barco mercante atracó en el puerto, Claudio fue de los primeros en aparecer
en la barandilla listo para descender. Sabía que para entonces su hijo —porque
esperaba que esta vez sí fuera un niño— ya habría nacido y estaba ansioso por
correr a casa. Mientras recorría la pasarela hasta el muelle vio que la gente
que esperaba abajo fijaba la vista en él, le dio la impresión de que
cuchicheaban. De entre la multitud vio asomar la cabecita de Francisca, su hija
mayor. Aunque habían pasado sólo 5 meses desde que se marchara, le pareció que
estaba más alta pero también notó que tenía los ojos rojos y acuosos como si llevara
llorando ya muchos días.
Claudio se agachó para
abrazarla y besó su cabeza. La niñita correspondió a su abrazo con fuerza y le
susurró al oído:
—Papá, tienes que hacer algo.
Claudio miró a Francisca a los
ojos y vio el miedo reflejado en su mirada, se levantó, la tomó firmemente de
la mano y apresuró el paso sin decir palabra.
—Algo pasa con el niño —le dijo Teopista apenas cruzó el umbral.
El pequeño estaba dormido en
la cuna de madera al lado de la cama.
Es hermoso,
pensó Claudio, y es un niño. Sin embargo, era claro que algo no andaba
bien. Negras y profundas ojeras marcaban el rostro de su esposa. Las niñas
estaban llorosas e inquietas. Con la mirada llena de temor y dudas buscó los
ojos de la madre.
—Cuando nos mira —dijo la mujer con voz
temblorosa—, no podemos hablar. No salen palabras de nuestras bocas, ni un
sonido, nada.
Teopista comenzó a llorar desconsolada
como si al pronunciar esas palabras un dique se hubiera roto permitiendo salir
el torrente de angustia que desde hacía dos meses la atormentaba.
Lo intentaron todo. De nada
sirvieron los brebajes, ni las limpias, ni siquiera los rezos: quien lo miraba
a los ojos se quedaba mudo, pero bastaba con apartar la mirada para recuperar la posibilidad
de hablar. No era falta de voz. El hijo
de los Gentile era el Silencio. Y como al verlo no era posible articular ni tampoco
pensar palabra alguna, no pudieron darle un nombre. Lo llamaron simplemente “Niño”.
Niño acababa de cumplir los 7
años cuando, al volver de uno de sus habituales viajes, Claudio irrumpió en casa
entusiasmado. Aunque ya hacía mucho que habían perdido toda esperanza, el padre
de la criatura no había renunciado a la posibilidad de encontrar un remedio. Se
acercó al pequeño y lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa y acarició su negro
cabello.
Salió de la habitación y llamó
a Teopista a parte:
—Prepara al chico. Sé donde
pueden ayudarnos. Lo llevaré conmigo. Ya hice los arreglos. Reza para que
funcione esta vez.
Los ojos de la madre parecían
dos canicas opacas y sin vida. Negando con la cabeza, suspiró y se dispuso a hacer
lo que le había pedido. Vistió a Niño con sus mejores ropas. Estrenaría su
primer pantalón largo.
Enclavado en una hondonada
entre altas montañas, llegaron hasta uno de esos burgos medievales que parecen una
fotografía en blanco y negro donde el tiempo se ha detenido. Parecía estar
abandonado pero desde las ventanas de las casas se adivinaban figuras que recelosas
curioseaban a los recién llegados. Avanzaron por las estrechas y empinadas
calles pasando debajo de arcos que comunicaban las casas de un lado al otro y
dejaron atrás el caserío hasta llegar a las puertas de un imponente monasterio
que parecía una prolongación de la rocosa montaña en donde se asentaba.
Un joven sacerdote con su
negra sotana los condujo desde la portería hasta el refectorio. Les pidió que
esperaran y les ofreció agua y un plato de manzanas e higos.
Minutos más tarde apareció un cura
robusto que se presentó como el prior. Tras intercambiar unas palabras con
Claudio, tomó a Niño de la mano sin mirarlo a los ojos y lo condujo al claustro
donde una docena de seminaristas y jóvenes sacerdotes, todos vestidos con negras sotanas esperaban dispuestos en un círculo. El prior le indicó a Niño que se colocara
en el centro. Los hombres entonces comenzaron una danza girando en torno al
pequeño. De no ser porque estaban en Sagrado aquello parecería un aquelarre. Tomados
de las manos daban vueltas y más vueltas, aumentando la velocidad, entonando repetitivos versos en latín.
Por momentos en sus rostros parecían dibujarse muecas que semejaban sonrisas en
esa especie de frenético exorcismo dancístico. Niño estaba quieto mirándolos
con sus negros ojos.
De pronto, un ominoso silencio
pareció descender y abarcarlo todo. Los jóvenes sacerdotes seguían moviendo la
boca pero ya no salía palabra alguna. Confundidos, dejaron de girar, se
soltaron de las manos y voltearon inquisitivos a ver al Prior. El horror se
dibujó en el rostro del prelado cuando quiso hablar y no pudo emitir sonido
alguno, a pesar de no estar mirando al pequeño.
Niño entonces se dirigió hasta
donde estaba su padre, lo tomó de la mano y juntos se encaminaron a la portería.
Claudio asintió comprendiendo. Deshicieron el camino andado y llegaron a la
plaza central, donde varias mujeres conversaban en corros, seguramente
hablando de los extraños que habían llegado esa mañana al pueblo. Levantaron la
vista al verlos acercarse. Niño se paró en medio de la plaza. Todo quedó en
silencio. Las mujeres entonces bajaron la mirada y comenzaron a alejarse.
El pueblo quedó inmerso en el más profundo mutismo.
El pueblo quedó inmerso en el más profundo mutismo.
*Cuento basado en las fotografías de Mario Giacomelli