Llevaba la cuenta exacta.
Desde hacía catorce meses, 62 semanas para mayor precisión, despertaba antes de
que sonara la alarma. No era un despertar lento y progresivo. No. Pasaba del
sueño profundo a la vigilia plena en un instante, pero a pesar de estar
perfectamente despierto mantenía los ojos cerrados y se concentraba en el tic
tac del reloj de carátula blanca en la mesita de noche. A diferencia de la
creencia generalizada de que un tic es igual a otro tic y un tac suena idéntico
al siguiente, sabía que no era así. Dependiendo de la posición de las agujas,
cada tic y cada tac suenan diferente. Cuando las manecillas inician su
recorrido desde el doce, el tictaqueo tiene una tonalidad ligeramente más aguda,
como si al comenzar a descender las agujas ganaran impulso y su paso se
volviera más ágil como el de un cervatillo correteando en un sereno y luminoso
bosque. Luego, al llegar al seis hay una brevísima pausa y entonces comienza el
fatigoso ascenso hacia la cúspide. Por más sofisticado que sea el mecanismo de
engranes, sin importar si es una joya de relojería suiza o un cubo de plástico
chino, como el suyo, la fuerza de gravedad ejerce sobre los cuerpos su
implacable poder de atracción e ir en contra de ella supone un necesario
esfuerzo hasta para las delgadas y finas manecillas de un reloj.
Con
los ojos cerrados se concentró intensamente en esas casi imperceptibles variaciones
de sonido tratando de averiguar la hora exacta. Cuando le pareció haber
descifrado el enigma, las comisuras de sus labios se elevaron ligeramente
dibujando un asomo de sonrisa en su rostro y en el fondo de su mente comenzó a
acompañar el tic tac con la cuenta precisa: 28, 29, 30, pausa, 31... Al llegar a 50 suavemente deslizó la mano
derecha para apartar las sábanas con las que se cubría hasta las pestañas y se
giró en dirección a la mesita de noche cuidando de que su cuerpo no invadiera
más allá del reducido espacio en el que dormía cada noche, como si tuviera que
pagar alquiler en caso de ocupar un área mayor es su propia cama. Al llegar a
59 abrió de golpe los ojos para atrapar el instante preciso en el que el fluorescente
minutero alcanzaba el cénit de la carátula blanca. Eran las 5:46 un minuto más
temprano que ayer. Se incorporó y tomó la libretita de pastas de plástico
barato. Un diminuto lápiz que había dado ya incontables vueltas en el interior
del sacapuntas marcaba la página de su última anotación. Hoy había roto la
racha de 33 días despertando a las 5:47. La punta del lápiz se quebró. Con un rápido
movimiento recuperó el pedacito de grafito y lo metió con esmero en el
hueco del que acababa de escapar. Si era cuidadoso podría aprovechar todavía la
mina antes de tenerle que sacar, quizá por última vez, punta al gastado lapicito.
Se
sentó en la orilla de la alta cama dejando colgar los pies. Unos movimientos de
cabeza arriba y abajo, a derecha y a izquierda y luego en círculos primero en el
sentido de las manecillas del reloj y enseguida, al contrario. Estiró los
brazos a la altura de los hombros y giró las muñecas hacia adentro y hacia
afuera mientras los pies imitaban el movimiento. De un salto aterrizó en las
pantuflas que estaban colocadas con precisión casi milimétrica en el sexto mosaico del ajedrezado piso blanco y negro. Volteó
a ver su cama, y como cada mañana, de no ser por el triangulito de las sábanas recién
apartadas, parecía que nadie había dormido en ella. Suspiró satisfecho y abrió
las pesadas cortinas.
Era el último sábado del mes y, como correspondía desde hacía 42 años, era día de limpieza del refrigerador. Después de la meticulosa rutina matutina (ducha, café, dos vueltas a la manzana y luego al puesto de periódicos, desayuno y lavado de platos), de la covacha sacó la tinaja que alguna vez fuera azul brillante y el guacal de madera. Arrastró el banco blanco con el asiento pintado de rojo al lado del sólido refrigerador Friem que llevaba en su familia literalmente toda su vida. Sus padres lo habían comprado cuando él nació, hacía 64 años. «Un confiable Westinghouse» como rezaba la publicidad, cuyos únicos pecados en tantos años eran una capa de hielo cada vez más gruesa y el rítmico y ronco zumbido del incansable motor que, de tanto en tanto, lanzaba un tufillo parecido al olor de una vieja tlapalería. Tenía que vaciarlo, quitar las charolas, meter la tina de plástico en la parte de abajo, dejar la puerta abierta durante poco más de una hora y esperar que los trozos de grueso hielo comenzaran a derretirse y a caer. En la tarja puso la cubetera de hielo y la jarra de agua. En el huacal de madera metió el litro de leche, el bote de mayonesa, cuatro manzanas, un trozo de queso manchego, la olla de peltre amarilla con la última porción de arroz de la semana, el tuper rosa de los frijoles, una gelatina de limón en su desportillado tarro de vidrio y cuatro vasos de yogurt natural. Entonces se dio cuenta. Uno de los vasitos estaba caduco. Sintió como desde el estómago subía esa conocida ola roja de coraje y frustración. Cuando los compraba, cuidadoso como era, revisaba siempre la fecha de caducidad y los guardaba formados en riguroso orden para asegurarse de dejar los más frescos hasta el final. Alzó la vista y vio el calendario de la frutería Laurita: 29 de noviembre, sábado. Luego de nuevo el vasito: 18 de noviembre. Once días. Entrecerró los ojos aguzando la mirada y acercó el yogurt a su rostro. Sí, 18 de noviembre.
Era el último sábado del mes y, como correspondía desde hacía 42 años, era día de limpieza del refrigerador. Después de la meticulosa rutina matutina (ducha, café, dos vueltas a la manzana y luego al puesto de periódicos, desayuno y lavado de platos), de la covacha sacó la tinaja que alguna vez fuera azul brillante y el guacal de madera. Arrastró el banco blanco con el asiento pintado de rojo al lado del sólido refrigerador Friem que llevaba en su familia literalmente toda su vida. Sus padres lo habían comprado cuando él nació, hacía 64 años. «Un confiable Westinghouse» como rezaba la publicidad, cuyos únicos pecados en tantos años eran una capa de hielo cada vez más gruesa y el rítmico y ronco zumbido del incansable motor que, de tanto en tanto, lanzaba un tufillo parecido al olor de una vieja tlapalería. Tenía que vaciarlo, quitar las charolas, meter la tina de plástico en la parte de abajo, dejar la puerta abierta durante poco más de una hora y esperar que los trozos de grueso hielo comenzaran a derretirse y a caer. En la tarja puso la cubetera de hielo y la jarra de agua. En el huacal de madera metió el litro de leche, el bote de mayonesa, cuatro manzanas, un trozo de queso manchego, la olla de peltre amarilla con la última porción de arroz de la semana, el tuper rosa de los frijoles, una gelatina de limón en su desportillado tarro de vidrio y cuatro vasos de yogurt natural. Entonces se dio cuenta. Uno de los vasitos estaba caduco. Sintió como desde el estómago subía esa conocida ola roja de coraje y frustración. Cuando los compraba, cuidadoso como era, revisaba siempre la fecha de caducidad y los guardaba formados en riguroso orden para asegurarse de dejar los más frescos hasta el final. Alzó la vista y vio el calendario de la frutería Laurita: 29 de noviembre, sábado. Luego de nuevo el vasito: 18 de noviembre. Once días. Entrecerró los ojos aguzando la mirada y acercó el yogurt a su rostro. Sí, 18 de noviembre.
Un
clic en la cerradura del cajón de sus recuerdos. La cocina con su confiable
Westinghouse y su bien organizada rutina matutina de sábado último de mes se desvanecieron.
A pesar de lo avanzado del otoño era una templada y luminosa tarde de lunes. Una banca en el parque. En el suelo de negra piedra, la danza de los circulitos de luz dorada que se colaba por entre las ramas del laurel. El cristalino repiqueteo del agua en la fuente frente a la Iglesia. Su risa más cristalina aún. Él tenía 20 años y ella 17. Le pidió que fuera su novia y le dijo que sí. Su mano en la suya, sus dedos entrelazados. Calorcito en el corazón.
¿Hacía
cuánto tiempo no pensaba en ese día? Durante muchos años el recuerdo de ese
luminoso lunes 18 de noviembre lo llenó de gratitud y sosegó el enorme vacío de
su ausencia. Porque las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y,
sin embargo, sucedieron así. Siete meses de felicidad pura, de su mano en la
suya, de planes y proyectos, de calorcito en el corazón y repentinamente su
risa se apagó: un aneurisma estalló en su cabeza. Y el mundo de él estalló al
unísono rompiéndose en tantos pedazos que no fue capaz de volverlos a reunir.
Con
un pie alejó el huacal y se levantó, sacó una cucharita del cajón y, yogurt en
mano, salió de casa. Olvidó las llaves y el hielo del refrigerador y caminó
hasta el parque. Allí estaba el árbol. Se sentó en la vieja y oxidada banca,
destapó el vasito de yogurt, hundió la cuchara y la llevó hasta su boca mientras
miraba la danza de los circulitos de luz dorada que se colaba por entre las
ramas del laurel. Calorcito en el corazón.