Se acercó aún más al
espejo, abriendo los ojos desmesuradamente tratando de leer en su mirada algo
que delatara cualquier cambio en su condición.
Cuando
era niña, una avinagrada monja del colegio las formaba en fila y con las manos
entrelazadas en la espalda caminaba lentamente de arriba abajo sin pronunciar
palabra, mirándolas con el rabillo del ojo. De pronto, como si algo la obligara
a pararse en seco, se detenía, se agachaba delante de la niña que tenía enfrente,
entrecerraba los ojos y aproximaba su rostro tanto que las narices casi se
tocaban y la escudriñaba con atención, respirando pesadamente. Luego retrocedía
un par de pasos, levantaba la vista como mirando al horizonte y, siseando sentenciaba:
«Los ojos son las ventanas del alma, y el pecado no puede esconderse».
A lo
largo de los años había intentado en vano leer en sus ojos la huella de sus
muchísimas faltas. Nunca lo había conseguido y vaya que tenía una larga lista
de pecados de todo tipo y de diversa gravedad. Pero hoy en su mirada no buscaba
la revelación de su disoluta conducta, tan sólo trataba de identificar, antes
de que le dieran los resultados definitivos, si había algún cambio visible.
Hacía
ya cuatro meses que participaba en el experimento y estaba ansiosa por saber si
la cosa funcionaba o no. Los constantes controles médicos, las tomas de sangre
diarias, los exhaustivos interrogatorios la tenían harta y, ¿quién lo hubiera
dicho? por más comodidades que tuviera en esa casa, con su cuarto propio con
baño y esa gran tina donde podía sumergirse horas y horas, esas apetitosas y
abundantes comidas servidas en el impecable comedor, y la alberca y los
jardines, no bastaban: quería irse, salir de allí. Claro que no se marcharía
sin el dinero que le habían ofrecido. Se lo había ganado.
Al
inicio le pareció un plan estupendo. Unos meses de vacaciones en una lujosa
villa, todo pagado, además de una importante suma de dinero que no ganaría ni
trabajando triple turno y, encima de todo contribuiría, literalmente, a salvar
al mundo. La propuesta no podía haber llegado en mejor momento: el negocio estaba
casi parado. La famosa cuarentena había alejado a los clientes.
Cuando comenzó la pandemia, tuvieron que cerrar el negocio. Ni un alma se acercaba. Pasadas
unas cuantas semanas, algunos clientes comenzaron a llamar: querían volver,
pero tenían miedo. Hubo uno al que se le ocurrió exigirles pruebas de su estado
de salud. La jefa lo paró en seco. Si a alguien debía pedírsele esa prueba era
a los clientes. Después de todo, desde el inicio del confinamiento su personal
se había mantenido recluido en las instalaciones. Entonces, como tantos otros
negocios, decidieron explorar el mundo digital y comenzaron a ofrecer sus
servicios de manera virtual. Pero desde luego no era lo mismo, ¿cómo podría ser
igual? Además, tenían muchísima competencia desleal. Claro que la calidad y la
experiencia no eran comparables, pero había quien ofrecía sus mismos servicios de
forma gratuita.
Cuando
quedó claro que la emergencia sanitaria iba para largo y que las contradictorias
medidas nacionales de salud no habían servido para vencer al diminuto bicho, la
disyuntiva entre morir de hambre y arriesgarse al contagio quedó resuelta. Era
necesario abrir las puertas y volver al trabajo. Después de todo, la vida trae intrínsecamente
aparejado el riesgo de la muerte. Además, la convivencia tan estrecha durante
el encierro comenzaba a generar tensiones entre el personal. Si querían seguir
en el negocio y evitar la desbandada, tenían que volver al servicio en vivo lo
antes posible.
Con el
tacto y la discreción que les caracterizaba, informaron a sus clientes y
agendaron las primeras citas. Habían tomado estrictas medidas sanitarias para
garantizar, tanto como era posible dadas las circunstancias, la seguridad de
todos.
Y fue
en esa primera semana de reapertura cuando en la puerta apareció Munera armado
con cubrebocas y careta. Tras frotarse largo rato las manos con gel
desinfectante, se aproximó directo hasta donde ella estaba.
—Lindo
cubrebocas —le dijo, guiñándole un ojo. Se adivinaba la sonrisa en sus labios.
Había
forrado su cubrebocas blanco con un delicado encaje color menta que contrastaba
con su negrísimo pelo.
—Y
combina con el resto —replicó coqueta, deslizando una mano por el escote de la sedosa
bata blanca dejando entrever un tirante adornado con pedrería.
Más
tarde, tendidos en la cama mirando al techo, mientras él le acariciaba el
cabello le dijo que la había extrañado. Ella no solía contestar a la cursilería
de sus clientes, pero Munera le caía bien. Era un tipo pulcro y respetuoso y
siempre le dejaba una generosa propina. Agradecía que fuera él su primer
cliente.
—Yo
también —replicó.
Entonces
él se incorporó acomodándose sobre el codo para mirarla a los ojos.
—Tengo
una propuesta para ti, bonita. No quiero que sigas aquí mientras dure esta situación.
Estás en riesgo. ¿Qué me dirías si te invito unas vacaciones todo pagado
durante varios meses y además te doy un fajo grande de billetes? Tendrás todo.
Es un sitio estupendo y no tendrás que trabajar.
—¿Ganar
dinero sin trabajar? Eso, ni en mi mundo, ni en el tuyo existe. ¿Qué tengo que
hacer?
—Bueno,
verás, bonita… digamos que yo estoy con los buenos, soy del equipo de los
superhéroes que salvarán al mundo. Trabajo en un importante laboratorio de investigación
y estamos desarrollando la vacuna que terminará con este infierno. Para ello,
necesitamos de gente valiente que nos quiera ayudar. ¿Qué te parece?
—¿Me
ofreces ser una cobaya?
—No lo
digas así, suena muy frío. Pero si lo quieres poner en esos términos es verdad:
necesitamos de ratoncitas lindas como tú. Yo mismo también voy a participar.
¿Qué dices? Para tener todo bajo control, el laboratorio ha alquilado una villa
espectacular, pasaremos allí unos meses.
Y para
despejar cualquier recelo, extendió el brazo alcanzando el celular que había
dejado en la mesita de noche y tras teclear algo le mostró en la pantalla el
saldo de su cuenta bancaria.
—Bonita,
si aceptas, ahora mismo te transfiero, como anticipo, el diez por ciento de
esta cantidad.
Y desde hacía cuatro
meses estaba allí.
Convencida
de que no lograba detectar en sus ojos ningún indicio de su condición, se apartó
un poco del espejo y comenzó a cepillarse. Tras unos minutos se dio cuenta de
que en el cepillo había montones de pelo. Le prometieron que sería el propio
Munera quien hoy le entregaría los primeros resultados. Desde que llegaron a la
villa, lo había visto solo un par de veces y en esas ocasiones él apenas le
dirigió la palabra.
Hoy sabría
por fin si la famosa vacuna era la responsable de esa creciente debilidad en
las piernas que le impedía caminar desde hacía una semana.