sábado, 1 de agosto de 2020

Casino Querétaro

Casino Querétaro

 

Fue esa interrupción a la hora de la comida la que cambió nuestras vidas. Y no me refiero a uno de esos giros que ponen la vida patas arriba.  No. Simplemente nuestra vida cambió. Las cosas eran de un modo, y de pronto, fueron de otro. Cambiamos de casa, de ciudad, de amigos y también de infancia.

        No era raro que a Papá lo fueran a buscar a cualquier hora a casa, pero no era frecuente que lo hicieran durante la comida, más que nada porque con el calorón que hacía al medio día, a nadie se le ocurría andar en la calle a esas horas. Vivíamos en un pueblo sureño de frontera, aunque a Mamá le gustaba decir que era una pequeña (y encantadora) ciudad. En esa época sólo muy pocas casas contaban con teléfono, de modo que lo más común era que la gente se apersonara para arreglar cualquier asunto, aclarar una duda, informar de algo. Así que casi diario alguien tocaba a la puerta de casa por una cosa o por la otra. Normalmente Rosa atendía la puerta, tomaba el recado y, si era algo urgente o importante, avisaba de inmediato a Papá, y si no, simplemente despachaba al inoportuno visitante diciéndole que ella le avisaría al Ingeniero. A mí Rosa me recordaba a la gran esfinge: había que decir las palabras precisas y correctas para poder franquear el umbral que celosamente la enorme juchiteca vigilaba, lo mismo si se trataba de la puerta de casa que de la puerta de la despensa.

        De modo que ese día, cuando a mitad de la comida tocaron a la puerta, Rosa se apresuró a atender y un minuto después, más seria de lo que normalmente era, volvió y le avisó a Papá que al Doctor Portilla le urgía verlo y que no podía esperar.

        Esa misma tarde, Mamá con la ayuda de Rosa y de Abuelita empezaron a meter en los baúles y en cajas toda nuestra ropa, algunos juguetes y nos dijo que eligiéramos cada uno un libro, porque a la mañana siguiente nos iríamos en tren a la ciudad de México. Pensamos que serían unas vacaciones, pero nunca volvimos y es que había rumores de que querían secuestrarnos a mí y a mis hermanos porque no se quien le tenía coraje al «ingeniero gringo ese». Papá no era gringo, era italiano. Pero igual nos fuimos y nunca regresamos.

 

El viaje en tren desde la frontera sur hasta la ciudad de México duraba entonces tres días, así que viajamos en uno de los carros cama para que pudiéramos dormir por la noche. Aunque había un carro comedor, llevábamos bocadillos y fruta para el viaje y la señora Alicia, la esposa del Doctor Portilla, que se fue a despedir a la estación, nos llevó un panqué de naranja recién horneado. No he vuelto a probar un panqué igual.

        Yo esperaba volver a encontrarme en el tren con la compañía de títeres de Podrecca. Hacía dos años había viajado a la Ciudad de México con Abuelita y coincidimos con los titiriteros italianos. ¡Cómo me divertí durante ese viaje! Me enseñaron sus marionetas y hasta representaron para mí un pedacito de un cuento en el que salía una cigüeña de patas muy flacas, como deben de ser las cigüeñas. Fueron tan amables que, al final del viaje, nos regalaron entradas para ver su espectáculo el domingo siguiente en Bellas Artes. Pero esta vez, Vittorio Podrecca y sus marionetas no iban en el tren. Lo único memorable de ese viaje, además de que fue el que cambió nuestras vidas, fue que Mamá quiso bajar en Fortín de las Flores y compramos prendedores de gardenias. Todavía olían cuando llegamos a la estación de Buenavista.


Nos fuimos a vivir a una casa bien grande en la calle de Querétaro. En la parte de atrás colindaba con la casa de los padres dominicos quienes siempre nos acusaban cuando brincábamos del balcón al tejabán del jardín o cuando corríamos por la barda.

        Como muchas de las casas de esa época, las habitaciones se comunicaban entre sí. Para llegar a nuestra recámara, teníamos que pasar por la de Papá y Mamá. La de Abuelita, en cambio, era independiente y estaba separada por un pasillo con baldosas ajedrezadas.

        Cenábamos siempre a las 6 de la tarde y a las 7 nos mandaban a la cama.  Papá y Mamá salían a esa hora a pasear: la mayoría de las veces a dar largas caminatas y, de vez en cuando, iban al cine o a casa de amigos. Abuelita se quedaba a cuidarnos. Supongo que cuando éramos pequeños ese horario estaba bien, pero ya teníamos 9, 7 y 5 años y a esa edad era imposible dormirnos tan temprano. Así que fingíamos que obedecíamos y, cuando calculábamos que Abuelita ya estaba entretenida con el libro de turno, nos poníamos a jugar, pero por más bajito que habláramos, casi siempre nos sorprendía porque caminaba de puntillas para no hacer ruido, abría la puerta despacito y con su típico «¡Ale, ale!» nos regresaba a la cama. Y esa danza ocurría hasta tres veces cada noche.

        Un día, una de las baldosas del pasillo se aflojó: al pisarla hacía clac-clac, así sabíamos que se acercaba y corríamos a la cama y nos hacíamos los dormidos, pero pronto descubrió nuestra alarma y empezó a evitar pisar el cuadrito negro. Ese era el jueguito. Nosotros tratando de que no nos descubriera y ella empecinada en sorprendernos.

        Una noche a Carlos se le ocurrió una idea. Se trepó arriba del ropero y se cubrió con una sábana acechando la llegada de Abuelita. Estábamos callados, callados, mirando expectantes la puerta y aguantándonos la risa. De pronto, vimos girar la perilla despacito y cuando asomó la cabeza, Carlos saltó desde lo alto del ropero gritando: ¡aaaaaahhhhh! Abuelita cerró de golpe la puerta y la oímos correr y tropezarse. En la huida tiró algo que se hizo añicos. Muertos de la risa, salimos a ver cómo estaba. La pobre mujer respiraba con dificultad, pálida como un fantasma de verdad, se tocaba el pecho con una mano. Entonces, los asustados fuimos nosotros. Le llevamos agua, la ayudamos a acostarse y le pedimos mil veces perdón. Cuando por fin se tranquilizó, nos fuimos a dormir arrepentidos y temerosos de que nos acusara con Papá. Una cosa eran los chismes de los dominicos por correr en la barda y otra cosa era el casi asesinato de Abuelita.

        Pasó la hora del desayuno, pasó la hora de la comida y pasó la hora de la cena. Ni señales de que nos hubiera echado de cabeza. Como cada noche, nos mandaron a dormir. Ahora sí nos quedamos callados, cada uno en su cama, luz apagada y con los ojos bien abiertos incapaces de movernos. Apenas oímos que Papá y Mamá cerraban la puerta de la calle, Abuelita entró en nuestra recámara y prendió la luz.

        —Pónganse la bata y las pantuflas. Los veo en mi recámara.

        Cruzamos miradas, temiendo el sermón y el regaño, o quizá algo peor: la venganza. Así que nos apresuramos a hacer lo que nos decía.

        —Siéntense —dijo, indicándonos la mesita al lado de la ventana en la que ya había dispuesto cuatro copitas de cristal y un mazo de cartas—. Carlos, reparte la baraja: 10 cartas para cada uno.

        Y mientras Carlos con los ojos desmesuradamente abiertos repartía las cartas mirándonos alternativamente a mí y a Lupina, Abuelita sacó de su ropero una botella del licor de café que preparaba para Navidad y lo sirvió en las copitas.

        —Muy bien. Ahora les explico las reglas de la Brisca.

        Y diciendo ¡salud! sellamos un pacto tácito: ella no nos acusaría por casi matarla y nosotros no diríamos nada del casino nocturno. Jugábamos en parejas: Abuelita y Lupina, Carlos y yo. Aprendimos a jugar brisca, canasta y tute. Abuelita alternaba el licor de café con el de durazno. Alguna vez nos ofreció anís y nunca supimos de dónde lo sacó. En más de una ocasión, cuando la racha no favorecía a la dupla abuela y nieta, Abuelita añadía una nueva regla que «se le había olvidado» Tampoco era raro que intercambiara sospechosas toses con Lupina. Apenas escuchábamos la llave en la cerradura de la puerta principal, nos levantábamos en silencio y sin encender la luz del pasillo, volvíamos a nuestra recámara cuidando de no pisar la baldosa floja y nos metíamos en la cama.

        Pero un día no los escuchamos volver y, mientras sumábamos el valor de nuestras bazas, irrumpieron los intrusos en el casino. Papá no dijo nada. Se dio la vuelta y salió echo una tromba, oímos sus pasos bajando la escalera y la puerta de su despacho cerrarse de golpe. Abuelita empalideció y sin levantar la vista, mientras recogía la baraja nos despachó a nuestra recámara.

Esa noche el Casino Querétaro cerró sus puertas para siempre.

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