viernes, 30 de agosto de 2019

El gran Carpóforo


El gran Carpóforo

—¡Ea fortachón! Qué hoy te espera un gran día —dijo tendiéndome un envoltorio amarrado con un lazo—. En este circo no se escatima, y hoy tú serás la estrella—. Soltó una desagradable carcajada y me palmeó el hombro.
            Desanudé la cinta para revelar el contenido del paquete: un faldón color rojo, una especie de pechera y un cinturón con aplicaciones metálicas. Me tendió después un frasco de vidrio que contenía grasa para untar mi cuerpo con ella.
—Ahora descansa un rato. Faltan todavía un par de horas para el espectáculo.
Cerró tras de sí la puerta de la oscura habitación. Por una pequeña ventana en lo alto entraban los primeros débiles rayos de luz del amanecer. Se oían voces. Afuera dos hombres discutían.
—No debería haber animales en el circo.
—No me vas a decir que te compadeces de esos infelices.
—No es compasión, ¡qué va! Pero ¿no te cansa tener que limpiar sus jaulas cada día?
—No te quejes. Es mucho peor el trabajo que hace Flavio con su cuadrilla al termino de cada función. Dejan todo hecho un verdadero asco.
—Vamos, démonos prisas antes de que empiece de nuevo con sus gritos el imbécil de Tito.
 Los hombres se alejaron y todo quedó en silencio. Me tendí un rato mirando al techo. Traté de repasar algunos puntos del entrenamiento. Era inútil estaba, ansioso y también un poco nervioso. La noche anterior, durante la tradicional cena que se celebraba antes cada función, pude ver al otro extremo del salón al gran Carpóforo. Imposible siquiera pensar en acercarme a él, pero verlo allí me llenó de emoción. Lo había visto en escena en más de una ocasión. Era un portento. El mejor de los mejores. Y yo quería ser como él. Cerré los ojos y recordé la última vez que lo vi en acción. Había repasado en mi mente cientos de veces la escena. Cada uno de sus movimientos era preciso, perfecto. Mi corazón comenzó a latir más fuerte. Hoy era mi gran oportunidad. Carpóforo estaría allí, en medio de cientos de personas pero yo actuaría sólo para él.
Unas horas más tarde, tras el pomposo desfile inaugural, nos detuvimos como era tradición a las puertas del gran circo. Dentro se escuchaba a la multitud que gritaba entusiasmada. Algunas nubes cubrían los despiadados rayos del sol veraniego. Había llegado la hora.
En fila, entramos al gran circo. Ahí estaba, en el palco principal, Carpóforo, grande, majestuoso. No en balde le llamaban Hércules. Nos detuvimos. Miré en torno. Cientos y cientos de personas abarrotaban el gran circo. El griterío cesó. El imponente silencio fue roto por el feroz rugido de un león. Volví la vista al palco. Crucé mi mano sobre el pecho, a la altura del corazón que parecía estar a punto de salirse.
—¡Ave Caesar, morituri te salutant! —dije uniendo mi voz al coro de los gladiadores.
El rechinido de las rejas abriéndose detrás de nosotros anunciaba que había llegado el momento. Soltaron a los leones.




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