El gran Carpóforo
—¡Ea fortachón! Qué hoy te
espera un gran día —dijo tendiéndome un envoltorio amarrado con un lazo—. En
este circo no se escatima, y hoy tú serás la estrella—. Soltó una desagradable
carcajada y me palmeó el hombro.
Desanudé la cinta para revelar el contenido del paquete:
un faldón color rojo, una especie de pechera y un cinturón con aplicaciones
metálicas. Me tendió después un frasco de vidrio que contenía grasa para untar
mi cuerpo con ella.
—Ahora
descansa un rato. Faltan todavía un par de horas para el espectáculo.
Cerró
tras de sí la puerta de la oscura habitación. Por una pequeña ventana en lo
alto entraban los primeros débiles rayos de luz del amanecer. Se oían voces. Afuera
dos hombres discutían.
—No
debería haber animales en el circo.
—No me
vas a decir que te compadeces de esos infelices.
—No es
compasión, ¡qué va! Pero ¿no te cansa tener que limpiar sus jaulas cada día?
—No te
quejes. Es mucho peor el trabajo que hace Flavio con su cuadrilla al termino de
cada función. Dejan todo hecho un verdadero asco.
—Vamos,
démonos prisas antes de que empiece de nuevo con sus gritos el imbécil de Tito.
Los hombres se alejaron y todo quedó en
silencio. Me tendí un rato mirando al techo. Traté de repasar algunos puntos
del entrenamiento. Era inútil estaba, ansioso y también un poco nervioso. La noche
anterior, durante la tradicional cena que se celebraba antes cada función, pude
ver al otro extremo del salón al gran Carpóforo. Imposible siquiera pensar en
acercarme a él, pero verlo allí me llenó de emoción. Lo había visto en escena
en más de una ocasión. Era un portento. El mejor de los mejores. Y yo quería
ser como él. Cerré los ojos y recordé la última vez que lo vi en acción. Había
repasado en mi mente cientos de veces la escena. Cada uno de sus movimientos
era preciso, perfecto. Mi corazón comenzó a latir más fuerte. Hoy era mi gran
oportunidad. Carpóforo estaría allí, en medio de cientos de personas pero yo
actuaría sólo para él.
Unas
horas más tarde, tras el pomposo desfile inaugural, nos detuvimos como era
tradición a las puertas del gran circo. Dentro se escuchaba a la multitud que
gritaba entusiasmada. Algunas nubes cubrían los despiadados rayos del sol
veraniego. Había llegado la hora.
En
fila, entramos al gran circo. Ahí estaba, en el palco principal, Carpóforo,
grande, majestuoso. No en balde le llamaban Hércules. Nos detuvimos. Miré en
torno. Cientos y cientos de personas abarrotaban el gran circo. El griterío
cesó. El imponente silencio fue roto por el feroz rugido de un león. Volví la
vista al palco. Crucé mi mano sobre el pecho, a la altura del corazón que
parecía estar a punto de salirse.
—¡Ave
Caesar, morituri te salutant! —dije uniendo mi voz al coro de los gladiadores.
El
rechinido de las rejas abriéndose detrás de nosotros anunciaba que había
llegado el momento. Soltaron a los leones.
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