viernes, 19 de enero de 2018

#metoo Penetrando en el Fuego Traducción del texto de Loredana Lipperini


Texto Loredana Lipperini
Traducción Estela Peña Molatore

Lunes 15 de enero 2018
Penetrado en el fuego: una reflexión sobre #METOO

Él era mi jefe. El más difícil y cruel de entre los jefes. Un día, por teléfono me dijo textualmente (difícil de olvidar, aunque haya pasado tanto tiempo): «Y preséntame al menos una decente que me chupe la verga. Tú no, ya eres demasiado vieja». Tenía entonces 45 años. ¿Era una broma de mi jefe? Tal vez si, tal vez no. La sorpresa, el susto, la rabia no necesitan de un “tal vez”. Colgué el teléfono, y a partir de ese momento hice todo lo posible por largarme de allí. Para la crónica, lo logré.
Ella era mi jefa. Sabía que no me quería, y está bien. Cuando se convirtió en mi jefa, me bajó de puesto y me hizo una oferta de trabajo impensable respecto de mi historial laboral. Me tomé mi tiempo. Me enteré después que tras cerrar la puerta, ella rió y dijo «¿A dónde quieren que se vaya esa, con dos niños pequeños?» Tenía entonces yo 43 años. Detrás de la puerta cerrada, me dije que tenía que largarme. Lo logré también en esa ocasión.
Él era mi jefe. Sé que me estimaba por mi trabajo, pero intuía que deseaba otra cosa. Nunca me dijo nada, pero igual lo comprendía. Aumenté las barreras. No sucedió nada, seguimos como amigos, seguí trabajando con él. Tenía entonces 35 años.
Es esta la premisa, y no quiere decir simplemente que en condiciones de poder los hombres y las mujeres te encasillen (la vieja, la madre, la mujer-que-parece-gélida), aunque claro que llega a suceder, porque las relaciones de fuerza incluyen esto. La premisa sirve para subrayar algunas cosas:
·         Las molestias existen. Existen los que te ponen la mano en el trasero en el autobús, los que le gritan comentarios ofensivos a mi hija en bicicleta, los que te aprietan la rodilla mientras estás hablando de trabajo o de la última película que viste.
·         Existe la coacción sexual en el ámbito profesional. Que puede ser explícita y te pone delante de una encrucijada. Que puede ser disimulada. En todo caso, existe en todos los lugares de trabajo. También en el ámbito editorial, y quien lo frecuenta, lo sabe muy bien.
·         Existe la agresión sexual. La que no acepta un rechazo y simplemente exige lo que considera que puede obtener fácilmente.
·         Existe la violación. Y aquí no hay nada que agregar.

Pero también existen infinitos matices que nada tienen que ver con ninguno de estos cuatro casos. Siempre he podido defenderme bastante bien (cuando era jovencita un tipo que me quería presentar a un editor me recomendó que fuera muy linda con él, me escabullí, y a raíz de ello reforcé mi facilidad en poner cara de mala), pero siempre he tenido los ojos bien abiertos. He visto, bastante seguido al menos, los dos primeros casos mencionados, pero también he visto nacer historias de amor (y de gran amor) entre personas de diferente nivel de poder, historias que comenzaron con «tal vez para obtener lo que quiero debo ir a la cama» y «con gusto me la cogería», por ejemplo. Historias donde la fascinación por el poder (de él) era un componente del deseo. Historias donde la fascinación hacia la juventud y a la falta de poder (de ella) eran también componentes del deseo. Todo esto para decir que es muy difícil entrar en la cama de los demás, que hay un umbral donde nos deberíamos detener.
Una cosa es cierta. Para las mujeres, es difícil ser «vistas». Y con «vistas» quiero decir, ser tomadas en cuenta, en el ámbito profesional, por lo que en realidad saben hacer: escribir, proyectar, desarrollar un vídeo juego, por lo que quieran. Hay un asunto de cuerpo, primero, de deseo y de disponibilidad real o presunta. Esto sucede desde siempre, sucede todavía y sucede de verdad. Sucede también por parte de hombres gentiles, correctos, feministas. No estoy diciendo que sea necesario sofocar el deseo. Pero que en el mejor de los mundos posibles sería hermoso si se pudiera ver a la persona por completo. Y luego, si, desearla, o incluso amarla. Pero después de haberla visto.
No niego el problema, por el contrario. Digo que es necesario y urgente abordarlo y hacer todo lo necesario para resolverlo: la famosa educación sentimental en las escuelas, la batalla que perdimos hasta ahora, casualmente y que perdimos no sólo porque existen los «Sépton Supremos» del Family Day (evento anual de corte católico conservador que se celebra en Italia, al igual que en otros países) y todos los extremistas que amenazan a los directores de escuela y a los maestros que pretenden implantar dicha educación. Pero también porque al menos una parte del propio feminismo considera que es mucho más fácil participar en el #Metoo. El problema son los hombres y punto. No las jaulas en las que todos, hombres y mujeres, estamos encerrados desde hace siglos y que no vemos. 
Y ahora les digo qué es lo que no me convence respecto de las narraciones colectivas de las molestias. Lo he pensado mucho (incluso estoy retrasada ya tres meses en esta discusión: me arrepiento, me arrepiento) y mientras más lo pienso más me molesta la modalidad bajo la cual sucedió. Las redes sociales, para ser precisos. Y no porqué las redes sociales sean negativas, no porque existan lugares autorizados y lugares no autorizados, sino porque:
*      Las redes sociales simplifican por fuerza las cosas. Y este es un discurso de enorme complejidad. Porque existe una zona gris, esa zona que no entra en lo descrito anteriormente (molestias, coacción, agresión, violación) y esa zona tiene que ver con las relaciones entre hombres y mujeres y por fuerza tiene múltiples matices. Cuando esa zona gris, entra en una narración en las redes, queda englobada en otras. Y eso es peligrosísimo.
*      Las redes sociales ponen énfasis en «nosotros» y no en el «argumento». Y no necesariamente en la dirección de la auto narración que se vuelve colectiva. Al menos no siempre. No hay nada de malo en mostrarse:  pero es necesario preguntarse cuánto pesa el componente «dentro del trend topic» cuando se participa en la narración.

En este punto, si me lo permiten, hago un paréntesis:
“Ancora dalla parte delle bambine” (“Del lado de las niñas” obra de L. Lipperini sobre el condicionamiento social a las mujeres desde la infancia) salió en 2007. Cuando lo escribía, no pensaba en un papel para mí: lo pueden creer o no, naturalmente, pero esta es la verdad en lo que a mí respecta. Pensaba simplemente que a mi alrededor veía suceder cosas de las que no se hablaba. Veía la transformación de un imaginario, que era el que yo había atravesado en mi juventud, en uno mucho más antiguo, que nunca había sido desarticulado. Era necesario contarlo.
En estos diez años, años de renacimiento y de desvanecimiento y después de reafirmación (espero) de los feminismos, he visto muchas cosas. He visto a mujeres participar con entusiasmo y pasión en la narración y en la denuncia y en la lucha. He visto a otras que se unían a raíz de una vivencia dolorosa: no todas lograban salir de tal vivencia mirando adelante, y algunas simplemente querían expresar un rencor latente. Está bien también, pero el rencor envenena siempre el discurso colectivo. Y también he visto a otras, no pocas, usar los feminismos en beneficio propio: político y mediático. Está bien también, porque no está en nuestra naturaleza sino en nuestro tiempo, que nos impone el ser personas visibles y de éxito, nos impone ser líderes de un blog, de un grupo, de una red social, de una formación política. Pero tiene sus riesgos: incluso para quien decide jugar este juego.
¿Qué hay de malo? Nada naturalmente. O, mejor dicho, el mal está en el deseo, no del todo nuestro, sino impuesto, en el deseo de únicamente podernos sentir en el mundo si somos reconocidos por una audiencia. Y las redes sociales amplifican al máximo todo esto.
No estoy diciendo que quien ha participado y participa en el #Metoo sea ególatra. Estoy diciendo que una ola mediática que se vuelve cada vez más alta puede ofuscar las mejores intenciones. Y el riesgo de este ofuscamiento, es exactamente el de confundir esa famosa zona gris, esa zona de las relaciones entre hombres y mujeres, atribuyendo a la parte masculina todo lo malo.
Y no es así. Hay una cultura masculina que está cambiando y que con suerte cambiará todavía más. Hay una desigualdad gigantesca aún entre mujeres y hombres en el mundo laboral, en los roles familiares, en los sueldos, en la literatura, en el arte. Pero según yo, no se resuelve con una cacería de brujas.
Porque el bien y el mal no pertenecen exclusivamente a una parte. Cuando se habla de literatura fantástica, uno de los principales problemas que surgen es la cuestión del Mal. ¿Qué sería de El Señor de los Anillos si Frodo no dijese, el anillo me pertenece? ¿Qué sería de la saga de Harry Potter si en el protagonista no existiese la misma potencialidad malvada que existe en Voldemort? Es hasta banal: en una historia no existen blanco o negro. Y en la vida misma mucho menos, porque las historias están hechas de nuestras vidas.
Y por ello no es posible pensar en una representación donde lo masculino sea el Mal y lo femenino el Bien. Las mujeres de poder que han cometido atrocidades son menos numerosas respecto de los hombres, simplemente porque las mujeres tienen menos acceso al poder. Pero sí que las ha habido, y ¡vaya que sí! ¿Y qué decir del poder materno, cada vez más evocado, cada vez más actuado de forma amenazante? No existen poderes buenos, decía hace tiempo De André. Es así, no existen. Y si es imposible no ejercerlos, al menos deberíamos reconocerlos.
Los hombres no son el mal, las mujeres no son el bien, y no son frágiles, aunque la auto representación tiende a ir en esa dirección. Pueden incluso, y me parece que esto no lo he leído, ejercitar el mismo deseo «depredador» respecto de un hombre: porque las mujeres no son siempre y únicamente humilladas y agredidas. También son libres sexualmente hablando. Y no se trata de una libertad concedida por un juez. Porque esa en todo caso no es libertad.
Sigo pensando en la maravillosa intervención de Mónica Pepe, en noviembre sobre lo que habríamos debido y podido hacer partiendo de la narración colectiva: «Tuvimos una gran ocasión. Habríamos podido sentarnos en torno a una mesa, hombres y mujeres, para escuchar cómo éramos, para vernos con los ojos del otro, y para comprender profundamente quiénes éramos. Y comparando desde nuestros respectivos asientos nuestras miserias y nuestros miedos, los egoísmos y las motivaciones, habríamos descubierto al otro».
Y pienso, no puedo dejar de hacerlo, en el miedo que le tengo al mecanismo en el que participo: prácticamente no es posible intentar una diferenciación sin terminar en la parte de las «enemigas de las mujeres», sin ser acusadas de defender al amo macho en pos de un beneficio personal, de ser sirvientas del patriarcado (y además ser intelectuales ¿ya lo han oído cierto?) O de ser indiferentes, de ser las egoístas que piensan en quién sabe qué, en lugar de estar aquí, listas para brincar aquí, ahora, corriendo hacia la barricada.
¿Barricada? ¿Y ese brinco a dónde las quiere llevar?
Necesitamos tiempo, necesitamos reflexionar sobre la calidad de las relaciones. Necesitamos comprender qué estamos haciendo, y con qué consciencia.
Yo siento esta exigencia. No por ello me considero menos feminista. No por ello me siento indiferente. No por ello me siento culpable. Reivindico el tiempo, para todas y para todos (¡maldición!) de comprender qué es lo que estamos haciendo y diciendo y hacia dónde nos estamos moviendo. El estigma generacional. (Deneuve es la vieja gallina, Melandre «tiene sus años», Anna Bravo una maternalista de otras épocas), o participativo (si no estás, arrepiéntete) o hasta de género, no me corresponde y lo he demostrado con cada palabra que he escrito en mi vida.
Por ello no me indigno, sino que me dejé llevar por la consternación cuando leí sobre la representación de Carmen en Florencia: porque no basta con cambiar un final para cancelar un imaginario que presenta ha narrado a las mujeres como víctimas y frecuentemente muertas. Es necesario cambiar nuestra mentalidad y aprender a contextualizar.
¿Recuerdan la famosa frase de Furor de Steinbeck? «Les repito que la banca es más que un ser un humano. Es el monstruo. Ha sido hecha por los hombres, pero los hombres no la pueden tener bajo control». Ni siquiera el sistema de los medios, especialmente desde que existen las redes sociales, se puede tener bajo control.  Y se quiera o no, una discusión indispensable sobre el poder, sobre el sexo, sobre las relaciones entre hombres y mujeres corre el riesgo de terminar muy mal,
Poder, sí.
Este tristísimo dilema, repito, es un dilema de poder. Me perdonarán si cito de nuevo a Foucault, quien para algunos se ha vuelto objeto de caricatura en las redes: «el sexo no se juzga, solo se administra. Tiene que ver con el poder político. Requiere procedimientos de gestión» (La voluntad de saber, Historia de la sexualidad 1). Lo que hoy se llaman molestias tras el caso Weinstein son, más correctamente, formas pesadas de amenaza sexual, son ejercicio de poder. El poder, en la gran mayoría de los casos, es masculino. El silogismo, banalmente, nos lleva a decir que los que coaccionan son hombres. Lo cual no significa que las pocas mujeres que tienen roles de poder sean inmunes al ejercicio de la coacción sexual, y me habría gustado escuchar esto. E insisto, pintar a las mujeres que han padecido ese tipo de coacción siempre y en todo caso como víctimas, es un error para las mujeres: ese juego de poder existe, es conocido, y ciertamente debe de ser combatido. Pero nunca ha sido oculto, no estoy segura de que éste sea el mejor modo de hacerlo explícito.
¿Estoy diciendo que se lo buscaron?
No, ni remotamente; quiten esa mueca. Porque de esta tristísima historia deberíamos al menos llegar a dos deducciones.
Primera: Mi generación ha perdido.
Ha perdido estrepitosamente. Porque mi generación era aquella que se ilusionaba con que el sexo y el poder se podía escindir, y que el segundo habría sido combatido con una gozosa apropiación (se le llamaba entonces liberación) del primero. Eso no sucedió, como todo mundo sabe, y el uso del poder para obtener sexo se ha consolidado más bien como una práctica normal. Pero la condena de esa práctica se está ensombreciendo justamente por esa libre expresión de la sexualidad. Me rehúso a pensar que no pueda haber sexo consensuado entre dos personas que no tengan el mismo nivel de poder. Me habría gustado pensar también que se dejara de usar el poder para obtener sexo: lo cual es algo muy triste para quien así lo obtiene. Muy pero muy triste.
Segundo. Hay una cuestión cultural no resuelta.
Que es la masculina, y es algo que se sabe, se dice, se repite. Se ha dejado, como ya he escrito, de poner énfasis en cuán importante es la educación sexual y sentimental en las escuelas: y esta es nuestra derrota y la victoria del moralismo que ama los encasillamientos (las mujeres y los hombres, las víctimas y los depredadores, etcétera). Sin embargo, es esto, o debería de ser esto, el fin: hacer que los hombres dejen de considerar normal usar una posición de poder para obtener sexo. Y lograr también que las mujeres se dejen de considerar las presas.  U objeto mediático que es un tema inaplazable (el «capitalismo emotivo» del que hablaba sabiamente Monica Pepe).
Precisamente porque existen las molestias, precisamente porque la cuestión es real, advierto un riesgo en el #Metoo, que, aunque tiene un enorme potencial, pero de momento no me parece que sea la revolución de otoño de las mujeres, sino el triunfo del espectáculo que absorbe y aniquila cualquier cosa, como sucede cada vez con mayor frecuencia
Piensen que dilema tan complejo: el poder de las relaciones, el poder de las redes sociales, el éxito en las relaciones, el éxito en todo. Parece Black Mirror. Pero es un tema nuestro. Y si no lo reconocemos, nos mata.

P.S. El título deriva de una poesía de Anne Sexton, El beso.




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