Texto Loredana Lipperini
Traducción Estela Peña
Molatore
Lunes 15 de enero 2018
Penetrado en el fuego: una
reflexión sobre #METOO
Él era mi jefe. El más difícil
y cruel de entre los jefes. Un día, por teléfono me dijo textualmente (difícil
de olvidar, aunque haya pasado tanto tiempo): «Y preséntame al menos una
decente que me chupe la verga. Tú no, ya eres demasiado vieja». Tenía entonces
45 años. ¿Era una broma de mi jefe? Tal vez si, tal vez no. La sorpresa, el
susto, la rabia no necesitan de un “tal vez”. Colgué el teléfono, y a partir de
ese momento hice todo lo posible por largarme de allí. Para la crónica, lo
logré.
Ella era mi jefa. Sabía que no
me quería, y está bien. Cuando se convirtió en mi jefa, me bajó de puesto y me
hizo una oferta de trabajo impensable respecto de mi historial laboral. Me tomé
mi tiempo. Me enteré después que tras cerrar la puerta, ella rió y dijo
«¿A dónde quieren que se vaya esa, con dos niños pequeños?» Tenía entonces yo
43 años. Detrás de la puerta cerrada, me dije que tenía que largarme. Lo logré
también en esa ocasión.
Él era mi jefe. Sé que me
estimaba por mi trabajo, pero intuía que deseaba otra cosa. Nunca me dijo nada,
pero igual lo comprendía. Aumenté las barreras. No sucedió nada, seguimos como
amigos, seguí trabajando con él. Tenía entonces 35 años.
Es esta la premisa, y no
quiere decir simplemente que en condiciones de poder los hombres y las mujeres
te encasillen (la vieja, la madre, la mujer-que-parece-gélida), aunque claro
que llega a suceder, porque las relaciones de fuerza incluyen esto. La premisa
sirve para subrayar algunas cosas:
·
Las molestias existen. Existen los que te ponen
la mano en el trasero en el autobús, los que le gritan comentarios ofensivos a
mi hija en bicicleta, los que te aprietan la rodilla mientras estás hablando de
trabajo o de la última película que viste.
·
Existe la coacción sexual en el ámbito
profesional. Que puede ser explícita y te pone delante de una encrucijada. Que
puede ser disimulada. En todo caso, existe en todos los lugares de trabajo.
También en el ámbito editorial, y quien lo frecuenta, lo sabe muy bien.
·
Existe la agresión sexual. La que no acepta un
rechazo y simplemente exige lo que considera que puede obtener fácilmente.
·
Existe la violación. Y aquí no hay nada que
agregar.
Pero también existen infinitos
matices que nada tienen que ver con ninguno de estos cuatro casos. Siempre he
podido defenderme bastante bien (cuando era jovencita un tipo que me quería
presentar a un editor me recomendó que fuera muy linda con él, me escabullí, y
a raíz de ello reforcé mi facilidad en poner cara de mala), pero siempre he
tenido los ojos bien abiertos. He visto, bastante seguido al menos, los dos
primeros casos mencionados, pero también he visto nacer historias de amor (y de
gran amor) entre personas de diferente nivel de poder, historias que comenzaron
con «tal vez para obtener lo que quiero debo ir a la cama» y «con gusto me la
cogería», por ejemplo. Historias donde la fascinación por el poder (de él) era
un componente del deseo. Historias donde la fascinación hacia la juventud y a
la falta de poder (de ella) eran también componentes del deseo. Todo esto para
decir que es muy difícil entrar en la cama de los demás, que hay un umbral
donde nos deberíamos detener.
Una cosa es cierta. Para las
mujeres, es difícil ser «vistas». Y con «vistas» quiero decir, ser tomadas en
cuenta, en el ámbito profesional, por lo que en realidad saben hacer: escribir,
proyectar, desarrollar un vídeo juego, por lo que quieran. Hay un asunto de
cuerpo, primero, de deseo y de disponibilidad real o presunta. Esto sucede
desde siempre, sucede todavía y sucede de verdad. Sucede también por parte de
hombres gentiles, correctos, feministas. No estoy diciendo que sea necesario
sofocar el deseo. Pero que en el mejor de los mundos posibles sería hermoso si
se pudiera ver a la persona por completo. Y luego, si, desearla, o incluso
amarla. Pero después de haberla visto.
No niego el problema, por el
contrario. Digo que es necesario y urgente abordarlo y hacer todo lo necesario
para resolverlo: la famosa educación sentimental en las escuelas, la batalla
que perdimos hasta ahora, casualmente y que perdimos no sólo porque existen los
«Sépton Supremos» del Family Day (evento anual de corte católico conservador
que se celebra en Italia, al igual que en otros países) y todos los extremistas
que amenazan a los directores de escuela y a los maestros que pretenden
implantar dicha educación. Pero también porque al menos una parte del propio
feminismo considera que es mucho más fácil participar en el #Metoo. El problema
son los hombres y punto. No las jaulas en las que todos, hombres y mujeres,
estamos encerrados desde hace siglos y que no vemos.
Y ahora les digo qué es lo que
no me convence respecto de las narraciones colectivas de las molestias. Lo he
pensado mucho (incluso estoy retrasada ya tres meses en esta discusión: me
arrepiento, me arrepiento) y mientras más lo pienso más me molesta la modalidad
bajo la cual sucedió. Las redes sociales, para ser precisos. Y no porqué las
redes sociales sean negativas, no porque existan lugares autorizados y lugares
no autorizados, sino porque:
Las redes sociales simplifican por fuerza las
cosas. Y este es un discurso de enorme complejidad. Porque existe una zona gris,
esa zona que no entra en lo descrito anteriormente (molestias, coacción,
agresión, violación) y esa zona tiene que ver con las relaciones entre hombres
y mujeres y por fuerza tiene múltiples matices. Cuando esa zona gris, entra en
una narración en las redes, queda englobada en otras. Y eso es peligrosísimo.
Las redes sociales ponen énfasis en «nosotros»
y no en el «argumento». Y no necesariamente en la dirección de la auto narración
que se vuelve colectiva. Al menos no siempre. No hay nada de malo en
mostrarse: pero es necesario preguntarse cuánto pesa el componente
«dentro del trend topic» cuando se participa en la narración.
En este punto, si me lo
permiten, hago un paréntesis:
“Ancora
dalla parte delle bambine” (“Del lado de las niñas” obra de L.
Lipperini sobre el condicionamiento social a las mujeres desde la infancia)
salió en 2007. Cuando lo escribía, no pensaba en un papel para mí: lo pueden
creer o no, naturalmente, pero esta es la verdad en lo que a mí respecta.
Pensaba simplemente que a mi alrededor veía suceder cosas de las que no se
hablaba. Veía la transformación de un imaginario, que era el que yo había
atravesado en mi juventud, en uno mucho más antiguo, que nunca había sido
desarticulado. Era necesario contarlo.
En estos diez años, años de
renacimiento y de desvanecimiento y después de reafirmación (espero) de los
feminismos, he visto muchas cosas. He visto a mujeres participar con entusiasmo
y pasión en la narración y en la denuncia y en la lucha. He visto a otras que
se unían a raíz de una vivencia dolorosa: no todas lograban salir de tal
vivencia mirando adelante, y algunas simplemente querían expresar un rencor
latente. Está bien también, pero el rencor envenena siempre el discurso
colectivo. Y también he visto a otras, no pocas, usar los feminismos en
beneficio propio: político y mediático. Está bien también, porque no está en
nuestra naturaleza sino en nuestro tiempo, que nos impone el ser personas
visibles y de éxito, nos impone ser líderes de un blog, de un grupo, de una red
social, de una formación política. Pero tiene sus riesgos: incluso para quien
decide jugar este juego.
¿Qué hay de malo? Nada
naturalmente. O, mejor dicho, el mal está en el deseo, no del todo nuestro,
sino impuesto, en el deseo de únicamente podernos sentir en el mundo si somos
reconocidos por una audiencia. Y las redes sociales amplifican al máximo todo
esto.
No estoy diciendo que quien ha
participado y participa en el #Metoo sea ególatra. Estoy diciendo que una ola
mediática que se vuelve cada vez más alta puede ofuscar las mejores
intenciones. Y el riesgo de este ofuscamiento, es exactamente el de confundir
esa famosa zona gris, esa zona de las relaciones entre hombres y mujeres,
atribuyendo a la parte masculina todo lo malo.
Y no es así. Hay una cultura
masculina que está cambiando y que con suerte cambiará todavía más. Hay una
desigualdad gigantesca aún entre mujeres y hombres en el mundo laboral, en los
roles familiares, en los sueldos, en la literatura, en el arte. Pero según yo,
no se resuelve con una cacería de brujas.
Porque el bien y el mal no
pertenecen exclusivamente a una parte. Cuando se habla de literatura
fantástica, uno de los principales problemas que surgen es la cuestión del Mal.
¿Qué sería de El Señor de los Anillos si Frodo no dijese, el anillo me
pertenece? ¿Qué sería de la saga de Harry Potter si en el protagonista no
existiese la misma potencialidad malvada que existe en Voldemort? Es hasta
banal: en una historia no existen blanco o negro. Y en la vida misma mucho
menos, porque las historias están hechas de nuestras vidas.
Y por ello no es posible
pensar en una representación donde lo masculino sea el Mal y lo femenino el
Bien. Las mujeres de poder que han cometido atrocidades son menos numerosas
respecto de los hombres, simplemente porque las mujeres tienen menos acceso al
poder. Pero sí que las ha habido, y ¡vaya que sí! ¿Y qué decir del poder
materno, cada vez más evocado, cada vez más actuado de forma amenazante? No
existen poderes buenos, decía hace tiempo De André. Es así, no existen. Y si es
imposible no ejercerlos, al menos deberíamos reconocerlos.
Los hombres no son el mal, las
mujeres no son el bien, y no son frágiles, aunque la auto representación tiende
a ir en esa dirección. Pueden incluso, y me parece que esto no lo he leído,
ejercitar el mismo deseo «depredador» respecto de un hombre: porque las mujeres
no son siempre y únicamente humilladas y agredidas. También son libres
sexualmente hablando. Y no se trata de una libertad concedida por un juez.
Porque esa en todo caso no es libertad.
Sigo pensando en la
maravillosa intervención de Mónica Pepe, en noviembre sobre lo que habríamos
debido y podido hacer partiendo de la narración colectiva: «Tuvimos una gran
ocasión. Habríamos podido sentarnos en torno a una mesa, hombres y mujeres,
para escuchar cómo éramos, para vernos con los ojos del otro, y para comprender
profundamente quiénes éramos. Y comparando desde nuestros respectivos asientos
nuestras miserias y nuestros miedos, los egoísmos y las motivaciones, habríamos
descubierto al otro».
Y pienso, no puedo dejar de
hacerlo, en el miedo que le tengo al mecanismo en el que participo:
prácticamente no es posible intentar una diferenciación sin terminar en la
parte de las «enemigas de las mujeres», sin ser acusadas de defender al amo
macho en pos de un beneficio personal, de ser sirvientas del patriarcado (y
además ser intelectuales ¿ya lo han oído cierto?) O de ser indiferentes, de ser
las egoístas que piensan en quién sabe qué, en lugar de estar aquí, listas para
brincar aquí, ahora, corriendo hacia la barricada.
¿Barricada? ¿Y ese brinco a
dónde las quiere llevar?
Necesitamos tiempo,
necesitamos reflexionar sobre la calidad de las relaciones. Necesitamos
comprender qué estamos haciendo, y con qué consciencia.
Yo siento esta exigencia. No
por ello me considero menos feminista. No por ello me siento indiferente. No
por ello me siento culpable. Reivindico el tiempo, para todas y para todos
(¡maldición!) de comprender qué es lo que estamos haciendo y diciendo y hacia
dónde nos estamos moviendo. El estigma generacional. (Deneuve es la vieja
gallina, Melandre «tiene sus años», Anna Bravo una maternalista de otras
épocas), o participativo (si no estás, arrepiéntete) o hasta de género, no me
corresponde y lo he demostrado con cada palabra que he escrito en mi vida.
Por ello no me indigno, sino
que me dejé llevar por la consternación cuando leí sobre la representación de
Carmen en Florencia: porque no basta con cambiar un final para cancelar un
imaginario que presenta ha narrado a las mujeres como víctimas y frecuentemente
muertas. Es necesario cambiar nuestra mentalidad y aprender a contextualizar.
¿Recuerdan la famosa frase de
Furor de Steinbeck? «Les repito que la banca es más que un ser un humano. Es el
monstruo. Ha sido hecha por los hombres, pero los hombres no la pueden tener
bajo control». Ni siquiera el sistema de los medios, especialmente desde que
existen las redes sociales, se puede tener bajo control. Y se quiera o
no, una discusión indispensable sobre el poder, sobre el sexo, sobre las
relaciones entre hombres y mujeres corre el riesgo de terminar muy mal,
Poder, sí.
Este tristísimo dilema,
repito, es un dilema de poder. Me perdonarán si cito de nuevo a Foucault, quien
para algunos se ha vuelto objeto de caricatura en las redes: «el sexo no se
juzga, solo se administra. Tiene que ver con el poder político. Requiere procedimientos
de gestión» (La voluntad de saber, Historia de la sexualidad 1). Lo que hoy se
llaman molestias tras el caso Weinstein son, más correctamente, formas pesadas
de amenaza sexual, son ejercicio de poder. El poder, en la gran mayoría de los
casos, es masculino. El silogismo, banalmente, nos lleva a decir que los que
coaccionan son hombres. Lo cual no significa que las pocas mujeres que tienen
roles de poder sean inmunes al ejercicio de la coacción sexual, y me habría
gustado escuchar esto. E insisto, pintar a las mujeres que han padecido ese
tipo de coacción siempre y en todo caso como víctimas, es un error para las
mujeres: ese juego de poder existe, es conocido, y ciertamente debe de ser
combatido. Pero nunca ha sido oculto, no estoy segura de que éste sea el mejor
modo de hacerlo explícito.
¿Estoy diciendo que se lo
buscaron?
No, ni remotamente; quiten esa
mueca. Porque de esta tristísima historia deberíamos al menos llegar a dos
deducciones.
Primera: Mi generación ha
perdido.
Ha perdido estrepitosamente.
Porque mi generación era aquella que se ilusionaba con que el sexo y el poder
se podía escindir, y que el segundo habría sido combatido con una gozosa
apropiación (se le llamaba entonces liberación) del primero. Eso no sucedió,
como todo mundo sabe, y el uso del poder para obtener sexo se ha consolidado
más bien como una práctica normal. Pero la condena de esa práctica se está
ensombreciendo justamente por esa libre expresión de la sexualidad. Me rehúso a
pensar que no pueda haber sexo consensuado entre dos personas que no tengan el
mismo nivel de poder. Me habría gustado pensar también que se dejara de usar el
poder para obtener sexo: lo cual es algo muy triste para quien así lo obtiene.
Muy pero muy triste.
Segundo. Hay una cuestión
cultural no resuelta.
Que es la masculina, y es algo
que se sabe, se dice, se repite. Se ha dejado, como ya he escrito, de poner
énfasis en cuán importante es la educación sexual y sentimental en las
escuelas: y esta es nuestra derrota y la victoria del moralismo que ama los
encasillamientos (las mujeres y los hombres, las víctimas y los depredadores,
etcétera). Sin embargo, es esto, o debería de ser esto, el fin: hacer que los
hombres dejen de considerar normal usar una posición de poder para obtener
sexo. Y lograr también que las mujeres se dejen de considerar las presas.
U objeto mediático que es un tema inaplazable (el «capitalismo emotivo»
del que hablaba sabiamente Monica Pepe).
Precisamente porque existen
las molestias, precisamente porque la cuestión es real, advierto un riesgo en
el #Metoo, que, aunque tiene un enorme potencial, pero de momento no me parece
que sea la revolución de otoño de las mujeres, sino el triunfo del espectáculo
que absorbe y aniquila cualquier cosa, como sucede cada vez con mayor
frecuencia
Piensen que dilema tan
complejo: el poder de las relaciones, el poder de las redes sociales, el éxito
en las relaciones, el éxito en todo. Parece Black Mirror. Pero es un tema
nuestro. Y si no lo reconocemos, nos mata.
P.S. El título deriva de una
poesía de Anne Sexton, El beso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario