Apenas hace unos días
abrí una vieja caja que tenía guardada en la bodeguita. Llevaba allí varios
años empolvándose. Dentro, una colección de libros, libros de cuentos para
niños: los míos -un montón- y unos
cuantos más que heredé y que pertenecieron a mi mamá cuando era niña allá en
los años 30 (¡casi un siglo!), cuentitos de hadas que compraba con su domingo,
con apenas unas cuantas ilustraciones que se podían colorear, cosa que casi
nunca hizo; supongo que le divertía más leer que iluminar. Yo por mi parte,
tampoco coloreé jamás esas láminas, quizá por la misma razón.
Esos y otros libros
constituyeron mi primera biblioteca. Bastante modesta comparada con la
biblioteca que había en casa, y es que tanto mi papá como mi mamá eran incansables
lectores y amantes de los libros.
Así que crecí siempre
rodeada de libros.
Pero vivir rodeado de
libros no es motivo suficiente para que te gusten los libros y para que te
guste leer -que son dos cosas emparentadas, pero no exactamente iguales-,
porque ahí tienes a mi hermano al que nunca le ha gustado leer.
Entonces ¿por
qué me gustan los libros y por qué me gusta leer?
Los libros me encantan
por su forma, por la consistencia de sus páginas, por cómo huelen: si son
nuevos huelen a tinta y a papel y si son viejos, como esos cuentitos que acabo
de sacar de la caja, huelen a tiempo y huelen a “libro”. También me gustan las portadas de los libros,
algunas son de verdad maravillosas, otras me intrigan porque hasta que no lees
el libro no entiendes la portada y es genial cuando lo descubres. Me gusta
también tocar los libros, algunos tienen letras resaltadas y me gusta cómo se
siente el papel.
Me gusta el acto de
leer, sentarme en un sillón, o leer en la cama, o leer en el metro, o leer
caminando, o leer sobre el pasto.
Me gustan las
historias que encuentro en los libros. Las descripciones de lugares a los que
nunca he ido, de lugares que tal vez ni existen, pero no importa, porque una
vez que los descubres, existen no sólo dentro de las páginas del libro sino
también en tu cabeza. Me gustan los personajes, sus vidas, cómo son, lo que les
gusta, lo que hacen, las aventuras que les suceden. Me gusta porque me imagino (y vivo) muchas cosas, me
imagino sus caras, sus voces, sus casas, me imagino lugares, calles, bosques,
ríos, selvas, montañas, ciudades. Y siento también lo que ellos sienten, lo que los alegra, lo que los entristece, lo que les enoja, lo que les preocupa. Me gusta aprender y saber cosas
nuevas y descubrir otras culturas, otras formas de ser, de pensar, de ver, de vivir.
¿Ves? Hay muchas cosas
que me gustan y disfruto cuando leo. Pero si me preguntas ¿qué fue lo que hizo
que me gustara? Me viene una escena a la cabeza: una escena que presencié
muchas, muchas veces y que creo que contribuyó de forma muy importante para que
me gustaran los libros y leer: mi mamá, o mi papá, o mi tía contando algún libro que habían leído. ¡Se emocionaban muchísimo! lo contaban con mucho
detalle, la “hacían de emoción”, a veces hasta fingían las voces de los
personajes, describían lugares, sensaciones, sentimientos, olores y sabores y
todo eso lo sacaban del libro que estaban leyendo en ese momento o que acababan
de terminar.
Entonces leer no era
una cosa aburrida sino todo lo contrario y no se terminaba cuando cerraban el libro,
sino que continuaba cuando lo contaban y ¡cómo lo contaban! Y cuando los veía leer, estaban contentos, y
en ocasiones se reían, otras veces le decían cosas al libro (sí, le hablaban a
los personajes, se enojaban con ellos si metían la pata, o les daban ánimos
cuando las cosas no iban muy bien), también a veces lloraban por lo que pasaba
en la historia y se emocionaban cuando el libro estaba a punto de terminar,
porque querían saber cómo acababa pero a la vez no querían que se acabara.
Esa emoción en torno a
la lectura es lo que me movió y lo que hoy me sigue moviendo y lo que disfruto
enormemente cada vez que abro las páginas de un libro. Y sí: también les hablo a
los personajes, y me enojo, y los regaño y los consuelo y los aconsejo y me río
y a veces lloro y aprendo de ellos y me muero por llegar al final y saber en qué
termina la historia y me frustro cuando acaba. Y también les cuento a mis
hijos (o a quien pueda) los libros que estoy leyendo: a veces en episodios y
trato de dejarlos en suspenso y a veces les cuento de un tirón todo el libro,
porque esas historias merecen ser compartidas y leídas y escuchadas.
* Colaboración para el
programa de fomento a la lectura San Miguel de Allende, Gto. 2018
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