lunes, 3 de diciembre de 2018

¿Asi que quieres que te lea un cuento?



Parada de puntillas miro por la ventana del comedor que asoma al jardín.

Allí está ella.

Recargada a su lado, la Pitusa, con los ojitos entrecerrados, probablemente ronronea.

Arranca pacientemente la hierba que crece entre el pasto y murmura. Siempre murmura cosas, habla sola, palabras ininteligibles. No se trata de un monólogo, parece más bien un diálogo con seres que la rondan o que la habitan. No sé si los ve o no. Tampoco sé si ellos la ven. Espero que a mí no me vean.

Permanecerá en el jardín un buen rato. Eso me dará el tiempo de subir hasta su recámara, abrir el antiguo y sólido ropero de tres puertas,  levantar la tapa de madera del piso falso que descubrí apenas hace una semana y ver qué contiene esa caja azul que hay dentro.
Ya otras veces me ha asomado al interior del mueble. Sólo he logrado abrir la puerta central; las otras dos tienen pasadores en la parte superior. Podría claro, arrastrar el taburete del tocador hasta el ropero para alcanzarlos. Quizá lo haga otro día.

Desde el jardín ella no puede escucharme, pero de todas maneras corro de puntitas por la escalera para no hacer ruido.
He aprendido a vivir así, de puntitas, a moverme ligera como fantasma; a no hacer ruido, a reírme bajito, a encerrarme en el baño para que no me vea llorar, a no perturbar sus conversaciones con esos seres que sólo ella conoce. También lo hago por precaución ¿qué pasaría si al interrumpir esa charla, ellos  me hablaran?  

**

Dentro de la cajita de música enchapada, sobre la cómoda, está la llave de hierro colado. El corazón se me acelera. Lo siento retumbando dentro del pecho, como cuando van los cadetes al colegio el día de la bandera tocando sus tambores. Mis sienes palpitan. La boca se seca.

Abro el ropero. Me pongo de rodillas sobre el piso de duela. Observo con atención la disposición de las dos cajas que hay en la parte de abajo. Es importante recordar cómo están colocadas, calcular la distancia que las separa. Tendré que dejarlas tal como estaban para no ser descubierta. Ella lo nota todo. Con cuidado las saco y las dejo a mi lado.

De pronto un ruido. Escucho atenta. Los ojos bien abiertos. No, no es ella.

La casa cruje a veces. Los pisos de duela parecen encerrar un cosmos desconocido debajo de ellos. Por las noches siento miedo. Imagino que cuando oscurece, los seres que viven en ese inframundo se asoman, salen, rondan la casa, acechan bajo mi cama. Por eso al ir a dormir, no me muevo, para que la colcha se quede bien apretada y me proteja como un capullo y así no puedan alcanzarme.

Me concentro y palpo con detenimiento el piso del ropero. La siento. Una hendidura. Meto un dedo en ella y tiro con fuerza hacia arriba. Se levanta la tapa con facilidad. Observo el interior.

Atado con un deslucido listón de terciopelo rosa, un paquete de tarjetas postales y cartas metidas en sobres amarillentos por el tiempo. Una cajita redonda de madera que abrí la última vez. Dentro hay botones de vestidos que nunca he visto, quizá ya no existen. Me robé uno. Lo tengo escondido: parece un rubí, como los que adornan los zapatos que Dorothy usó para volver a casa. ¿Por qué habrá querido regresar? Cuando yo vaya a Oz me quedaré allí y llevaré conmigo a la Pitusa. Cada vez que sopla fuerte el viento, salgo al jardín y la cargo entre mis brazos: si llega un tornado, nos iremos.

Allí está la caja forrada con tela azul.
Suspiro. Me muerdo los labios. Siento que las manos se humedecen de sudor. Con mucho cuidado, la saco. La abro. El asombro dibuja una sonrisa en mi rostro. Acomodados en dos pilas, pequeños libritos con portadas en color naranja, azul y blanco.

Me siento cruzando las piernas, y aunque allí no hay nadie, acomodo mi vestido para que no se me vean los calzones. Tomo uno de los cuentitos. Es delgado. Casi deletreando, leo despacio el título «Los cuatro gatos negros». Debajo una ilustración: un hada con alas y una corona, un duende con un gran sombrero, otros gnomos con gorritos puntiagudos. «Colección MA-RU-JI-TA». Lo abro.

Absorta como estoy, percibo un repentino cambio en la luminosidad de la recámara, como cuando una nube se atraviesa de pronto y cubre el sol. Alzo apenas un poco la vista. Allí está ella. De pie. No la oí llegar. Miro sólo sus piernas. No me atrevo a levantar la cabeza. Vuelvo a apretar los labios. Si aguanto lo suficiente la respiración quizá logre desaparecer. 

―«Los cuatro gatos negros». Me acuerdo bien de ese. Son mis cuentos de cuando era niña. ―su voz es plana. No denota enojo. No denota nada.
Un temblor me recorre. Tímidamente levanto la vista esbozando una sonrisa de disculpa, tendiéndole el libro que tengo entre las manos, esperando un grito, preparándome para recibir un bofetón, un jaloneo. Pero no sucede nada.
―¿Quieres que te lo lea?
Suspiro aliviada.
**
Cierra las pesadas cortinas y enciende la luz en la mesita que separa los dos sillones orejeros tapizados en brocado verde seco. Al pie de la lámpara, con su pantalla de tela plisada, descansan un par de libros.
―Siéntate derecha y deja las piernas quietas, no estés pateando el sillón.
Mis pies aún no alcanzan el suelo.
¿Así que quieres que te lea un cuento?
Sin esperar a que responda, toma uno de los gruesos volúmenes de la mesa.
Me lo muestra. En la portada una calle oscura iluminada por luz ámbar, un farol y la silueta de un hombre que, con sombrero y maletín, mira hacia una casa en el fondo.
―Tú lee el título ―me ordena.
Quiero decirle que prefiero el cuentito de los gatos con sus hadas y duendes y gnomos en la portada de colores. No me atrevo.
Tomo aire, aún leo muy despacito, apenas estoy aprendiendo.
― El ex-or-cis-ta.
Lo abre. Comienza a leer.

1 comentario:

  1. Llámame imaginativo, pero por alguna razón imagine que los ojos de la "Pitusa" se tornaron color rojo y que a ella le comenzó a girar la cabeza sobre sus hombros...

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