Parada de puntillas miro
por la ventana del comedor que asoma al jardín.
Allí está ella.
Recargada a su lado,
la Pitusa, con los ojitos entrecerrados, probablemente ronronea.
Arranca pacientemente
la hierba que crece entre el pasto y murmura. Siempre murmura cosas, habla
sola, palabras ininteligibles. No se trata de un monólogo, parece más bien un
diálogo con seres que la rondan o que la habitan. No sé si los ve o no. Tampoco
sé si ellos la ven. Espero que a mí no me vean.
Permanecerá en el
jardín un buen rato. Eso me dará el tiempo de subir hasta su recámara, abrir el
antiguo y sólido ropero de tres puertas, levantar la tapa de madera del piso falso que
descubrí apenas hace una semana y ver qué contiene esa caja azul que hay dentro.
Ya otras veces me ha
asomado al interior del mueble. Sólo he logrado abrir la puerta central; las
otras dos tienen pasadores en la parte superior. Podría claro, arrastrar el
taburete del tocador hasta el ropero para alcanzarlos. Quizá lo haga otro día.
Desde el jardín ella
no puede escucharme, pero de todas maneras corro de puntitas por la escalera
para no hacer ruido.
He aprendido a vivir
así, de puntitas, a moverme ligera como fantasma; a no hacer ruido, a reírme
bajito, a encerrarme en el baño para que no me vea llorar, a no perturbar
sus conversaciones con esos seres que sólo ella conoce. También lo hago por
precaución ¿qué pasaría si al interrumpir esa charla, ellos me hablaran?
**
Dentro de la cajita de
música enchapada, sobre la cómoda, está la llave de hierro colado. El corazón se me acelera.
Lo siento retumbando dentro del pecho, como cuando van los cadetes al colegio
el día de la bandera tocando sus tambores. Mis sienes palpitan. La boca se
seca.
Abro el ropero. Me
pongo de rodillas sobre el piso de duela. Observo con atención la disposición
de las dos cajas que hay en la parte de abajo. Es importante recordar cómo
están colocadas, calcular la distancia que las separa. Tendré que dejarlas tal como
estaban para no ser descubierta. Ella lo nota todo. Con cuidado las saco y las dejo
a mi lado.
De pronto un ruido.
Escucho atenta. Los ojos bien abiertos. No, no es ella.
La casa cruje a veces.
Los pisos de duela parecen encerrar un cosmos desconocido debajo de ellos. Por
las noches siento miedo. Imagino que cuando oscurece, los seres que viven en ese
inframundo se asoman, salen, rondan la casa, acechan bajo mi cama. Por eso al
ir a dormir, no me muevo, para que la colcha se quede bien apretada y me
proteja como un capullo y así no puedan alcanzarme.
Me concentro y palpo
con detenimiento el piso del ropero. La siento. Una hendidura. Meto un dedo en
ella y tiro con fuerza hacia arriba. Se levanta la tapa con facilidad. Observo
el interior.
Atado con un deslucido
listón de terciopelo rosa, un paquete de tarjetas postales y cartas metidas en
sobres amarillentos por el tiempo. Una cajita redonda de madera que abrí la
última vez. Dentro hay botones de vestidos que nunca he visto, quizá ya no
existen. Me robé uno. Lo tengo escondido: parece un rubí, como los que adornan
los zapatos que Dorothy usó para volver a casa. ¿Por qué habrá querido
regresar? Cuando yo vaya a Oz me quedaré allí y llevaré conmigo a la Pitusa. Cada
vez que sopla fuerte el viento, salgo al jardín y la cargo entre mis brazos: si
llega un tornado, nos iremos.
Allí está la caja
forrada con tela azul.
Suspiro. Me muerdo los
labios. Siento que las manos se humedecen de sudor. Con mucho cuidado, la saco.
La abro. El asombro dibuja una sonrisa en mi rostro. Acomodados en dos pilas, pequeños
libritos con portadas en color naranja, azul y blanco.
Me siento cruzando las
piernas, y aunque allí no hay nadie, acomodo mi vestido para que no se me vean
los calzones. Tomo uno de los cuentitos. Es delgado. Casi deletreando, leo despacio
el título «Los cuatro gatos negros». Debajo una ilustración: un hada con alas y
una corona, un duende con un gran sombrero, otros gnomos con gorritos puntiagudos.
«Colección MA-RU-JI-TA». Lo abro.
Absorta como estoy,
percibo un repentino cambio en la luminosidad de la recámara, como cuando una
nube se atraviesa de pronto y cubre el sol. Alzo apenas un poco la vista. Allí
está ella. De pie. No la oí llegar. Miro sólo sus piernas. No me atrevo a
levantar la cabeza. Vuelvo a apretar los labios. Si aguanto lo suficiente la
respiración quizá logre desaparecer.
―«Los cuatro gatos negros». Me acuerdo bien de ese.
Son mis cuentos de cuando era niña. ―su voz es plana. No denota enojo. No
denota nada.
Un temblor me recorre.
Tímidamente levanto la vista esbozando una sonrisa de disculpa, tendiéndole el
libro que tengo entre las manos, esperando un grito, preparándome para recibir
un bofetón, un jaloneo. Pero no sucede nada.
―¿Quieres que te lo
lea?
Suspiro aliviada.
**
Cierra las pesadas
cortinas y enciende la luz en la mesita que separa los dos sillones orejeros
tapizados en brocado verde seco. Al pie de la lámpara, con su pantalla de tela
plisada, descansan un par de libros.
―Siéntate derecha y deja
las piernas quietas, no estés pateando el sillón.
Mis pies aún no
alcanzan el suelo.
―¿Así que quieres que te lea un cuento?
Sin esperar a que
responda, toma uno de los gruesos volúmenes de la mesa.
Me lo muestra. En la
portada una calle oscura iluminada por luz ámbar, un farol y la silueta de un hombre
que, con sombrero y maletín, mira hacia una casa en el fondo.
―Tú lee el título ―me
ordena.
Quiero decirle que
prefiero el cuentito de los gatos con sus hadas y duendes y gnomos en la
portada de colores. No me atrevo.
Tomo aire, aún leo muy
despacito, apenas estoy aprendiendo.
― El ex-or-cis-ta.
Lo abre. Comienza a
leer.
Llámame imaginativo, pero por alguna razón imagine que los ojos de la "Pitusa" se tornaron color rojo y que a ella le comenzó a girar la cabeza sobre sus hombros...
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