Una mañana, mientras Monsieur Bergeret sentado ante su mesa contigua a la ventana por la que se mecían hojas de plátano, trataba de
averiguar cómo las naves de Eneas se habían convertido en ninfas, oyó rascar la
puerta y enseguida vio a su vieja sirvienta que llevaba en su vientre, como una
zarigüeya, a un cachorrito cuya negra cabeza asomaba por el bolsillo del delantal.
La mujer permaneció un momento inmóvil, con un aire de inquietud y de esperanza, y enseguida colocó al pequeño ser sobre el tapete a los pies de su señor.
La mujer permaneció un momento inmóvil, con un aire de inquietud y de esperanza, y enseguida colocó al pequeño ser sobre el tapete a los pies de su señor.
—¿Qué es eso? —preguntó Monsieur Bergeret.
Era un pequeño perrito de raza incierta, cachorro, con una hermosa
cabeza bien peinada, de pelo corto color fuego
y una cola de nada. Su cuerpo era aún suave y olfateaba por la alfombra.
—Angélique —dijo Monsieur Bergeret—, devuelve esta bestia a sus
amos.
—Monsieur, no los tiene —respondió Angélique
Bergeret miró en silencio al pequeño perrito que había llegado
hasta sus pantuflas y las olfateaba agradablemente. Monsieur Bergeret era un
filólogo. Quizá por ello, obsesionado con esas conjeturas, hizo esta vana
pregunta:
—¿Cómo se llama?
—Monsieur —repuso Angélique—, no tiene nombre.
Bergeret se mostró contrariado ante esta respuesta. Miró al perro
con un aire de tristeza y desconsuelo.
Entonces el perro posó sus dos patas delanteras sobre las pantuflas
de Monsieur Bergeret y abrazándolas las mordió en la punta inocentemente. Monsieur
Bergeret, repentinamente conmovido colocó al pequeño ser sin nombre sobre sus
rodillas. El perrito lo miró. Y Monsieur Bergeret se sintió turbado por esa
mirada confiada.
—¡Qué hermosa mirada! —dijo.
En verdad este perro tenía hermosos ojos marrones con reflejos
dorados, en medio de almendras de un cálido blanco. Y la mirada de sus ojos
expresaba ideas simples y misteriosas que son comunes a los animales pensantes
y a los hombres simples que viven sobre la tierra.
Pero tal vez cansado por el esfuerzo intelectual que había hecho
para comunicarse con el hombre, cerró sus hermosos ojos y descubrió, en un gran
bostezo, su hocico rosado, su lengua de voluta y un ejército de blancos dientecillos.
Bergeret colocó su mano sobre el hocico. El pequeño perrito le
lamió la mano y la vieja Angélique sonrió tranquilizada.
—No hay criatura más afectuosa que esta pequeña bestia —dijo ella.
—El perro —repuso Monsieur Bergeret—es un animal religioso. En estado salvaje, adora la luna y los brillos que flotan sobre las aguas. Esos son sus dioses y a ellos les dirige por
las noches largos aullidos. Pero si ha sido domesticado, gracias a las caricias, se torna favorable a
los genios poderosos que disponen de los bienes de la vida: los hombres. Los
venera, y para honrarlos cumple ritos ancestrales que conoce: lame sus manos, se
restriega contra sus piernas, y si los ve irritados en su contra, se aproxima arrastrándose
sobre su panza, en signo de humildad, para aplacar su cólera.
—No todos los perros —dijo Angélique— son amigos del hombre.
Algunos muerden la mano que les da de comer.
—Esos son perros impíos y delirantes —repuso Monsieur Bergeret—
insensatos parecidos a Ajax, hijo de Telamón quien hirió la mano de Afrodita.
Esos sacrílegos perecen de cosas malas o llevan una vida errante y miserable.
"En verdad este perro tenía hermosos ojos marrones con reflejos dorados, en medio de almendras de un cálido blanco. Y la mirada de sus ojos expresaba ideas simples y misteriosas que son comunes a los animales pensantes y a los hombres simples que viven sobre la tierra."
ResponderEliminarHermoso. Y, si me permites el comentario, yo habría dejado el texto hasta ese párrafo o hasta donde remata con el "...un ejército de blancos dientecillos."
Muy feliz año para ti y los tuyos, también por este espacio :)