¿Café? ¿Acaso olía a café? Olfateó de nuevo y el inconfundible
aroma inundó sus fosas nasales. Permaneció en silencio, atenta, tratando de
distinguir el más mínimo indicio que le permitiera desengañarse.
El olor se hizo más intenso.
Escuchó entonces el ruido de la cucharilla girando dentro de una taza.
Se levantó del sillón
floreado cuidando de que sus manos no rozaran nada. El esmalte de uñas estaba
aún fresco.
Se acercó al barandal de la
escalera asomándose. Volvió a inspirar. Desde lo alto, llamó:
—¿Hola? ¿eres tú? —preguntó
un tanto incrédula .
El tintineo de la cucharilla
cesó. Tras un tenso instante de silencio, llegó su respuesta:
—¿Hola? —Su saludo era
también una pregunta.
—¿Café a esta hora? ¿Por qué sigues volviendo?
Nada.
Silencio. Esa horrible costumbre suya de dejarla hablando sola.
Lo oyó suspirar hondo antes de reemprender su odiosa
costumbre de agitar la cucharilla en un café al que nunca le ponía azúcar.
Entonces también ella suspiró
y se quedó mirando al vacío que se abría hacia la planta baja de la casa. Volvió
al sillón y se dejó caer. Extendió sus manos y miró sus uñas color violeta para
comprobar que no se habían dañado. Sopló para que terminaran de secarse.
No era la primera vez que entraba tan fresco como si
nada. Dos días atrás (¿o serían tres?) mientras trataba de resolver un
crucigrama sentada en ese mismo sillón, escuchó claramente el agua de la
manguera chocar contra las macetas del patio. Aquel día también se asomó, pero esa
vez por la ventana. Desde allí pudo ver el chorro de agua sobre la azalea y un
pedazo de manguera. Formuló la misma pregunta, pero él no respondió. Quizá el
agua amortiguaba el sonido de su voz. O quizá, de nuevo, la castigaba con su silencio. Molesta y frustrada había vuelto a su crucigrama. 5. Vertical: Hija de Urano
y Gea, esposa de Cronos y madre de Zeus, de tres letras.
Hacía ocho meses se había ido, así de pronto sin
siquiera darle tiempo para despedirse. Fue algo repentino, súbito, inesperado
totalmente.
Sin embargo, cada tanto
seguía apareciendo así, de improviso y sin avisar. Entraba, acomodaba algo
aquí, revolvía en los cajones por allá, regaba las plantas, preparaba café,
sacudía el polvo que se acumulaba y un día hasta acomodó en orden alfabético
las especias de la alacena. Desde arriba percibía su ir y venir. En ocasiones también lo escuchaba hablar.
No distinguía sus palabras: parecía que se trataba de un diálogo, pero casi
siempre le daba la impresión de que hablaba solo. Le enfurecía que la ignorara y cada vez que ella se disponía a bajar, él salía a toda prisa de casa, azotando casi siempre la puerta.
La primera vez que entró sintió miedo. Estaba tumbada
en el floreado sillón y no supo en qué momento se había quedado dormida con el
libro entre las manos. Al inicio no logró precisar si había escuchado algo o si
tan sólo sentía que había alguien en la planta baja de casa. Contuvo la respiración
y aguzó el oído. Con la mirada rebuscó entorno tratando de encontrar algo con
lo que poder defenderse en caso necesario. En el canasto de tejido, un par de
agujas y las tijeras de punta eran las únicas armas de las que podría echar
mano. Despacio y tratando de no hacer ruido bajó el brazo y sujetó las tijeras
empuñándolas por las orejas, pero siguió tendida atenta a los ruidos que oía
intentando descifrarlos. De pronto la voz de Andy Williams y su Moon River comenzaron
a sonar en el tocadiscos con el inconfundible chirrido de la aguja sobre el
gastado vinil. Sintió un escalofrío. Era el disco que él le había regalado años
atrás. ¿Había regresado? ¿Y si no era él? ¿Y si era un melómano
ladrón que pensaba que la casa estaba vacía? El miedo le impedía moverse, pero
necesitaba saber.
—¿Hola? ¿Eres tú? —dijo
esforzándose por disimular la tensión sin moverse de su sitio.
Casi de inmediato escuchó
que levantaba la aguja del tocadiscos como para poder escuchar mejor.
Silencio.
Tras unos segundos respondió
con tensa voz:
—¿Sigues aquí? ¿Hola?
¡Qué pregunta estúpida! No imaginó que volvería, y ahora estaba de nuevo allí. Se puso de pie de un salto y justo cuando se disponía a bajar la escalera, oyó que salía casi corriendo. ¡Era un cobarde! ¿Cómo se atrevía a volver sin avisar? Después de todo, había sido él quien se había ido y seguía sin entender por qué.
¡Qué pregunta estúpida! No imaginó que volvería, y ahora estaba de nuevo allí. Se puso de pie de un salto y justo cuando se disponía a bajar la escalera, oyó que salía casi corriendo. ¡Era un cobarde! ¿Cómo se atrevía a volver sin avisar? Después de todo, había sido él quien se había ido y seguía sin entender por qué.
Recordó el día en que sacó todas sus cosas de casa.
Con la mirada perdida empacó su vida en una abollada maleta y en dos bolsas de
mercado. Luego estuvo largo rato sentado a la orilla de la cama observando el
retrato que se habían hecho en la fiesta de Andrea, acariciándolo con
el índice y dejando escapar un ahogado sollozo. Mientras ella, de rodillas en
el suelo, lo miraba deseando sentir esa caricia sobre su piel. Alzó la vista
sin siquiera reparar en ella, ignorándola. Parecía que su mirada traspasaba los muros de la
casa y la fijó en un impreciso punto en el horizonte infinito. Sin una explicación y sin dignarse siquiera a dirigirle la palabra, de pronto se puso
de pie, con un gesto furioso echó el retrato en una de las bolsas de mandado, y llevándose su
historia, se marchó.
Ya habían pasado varios días desde su última visita.
Sentada en su floreado
sillón, veía como la luz penetraba a través de las entrecerradas persianas. El
polvo se había acumulado en casa y al entrar los rayos del sol lo hacían
brillar en el aire como motas de oro flotante. De cuando en cuando, cada
vez que pasaba el camión de la basura sonando su campana, escuchaba el
ladrido de Juancho, el perro del vecino. Por lo demás, la casa estaba sumida en
un ominoso silencio.
18. Horizontal. Mamífero perisodáctilo équido de
África, de pelaje con listas transversales, pardas o negras, de cinco letras.
Escuchó la llave en la cerradura. Un instante después, también escuchó su voz:
—Como les dije, no hay nada
empacado. Pero supongo que les tomará poco tiempo desmontar la casa y cargar
todo en el camión. Los nuevos propietarios llegarán en tres días y tan sólo
necesito un par de horas para limpiar la casa antes de entregarla.
¿Qué? ¿Mudanza? ¿Nuevos
propietarios? ¿Cómo se atrevía?
Se levantó de golpe. El
lápiz que sostenía en la mano cayó y rodó por la duela.
—Puede que haya una ventana mal cerrada y al abrir la
puerta se hizo corriente —fue su absurda respuesta.
¿Cómo que una ventana mal cerrada? ¿Cómo se había atrevido a vender su casa sin siquiera avisarle nada?
Indignada se puso de pie y se asomó por el hueco de la escalera. Unos hombres,
tres o cuatro por cuanto podía distinguir, uniformados de azul, comenzaron a
meter algo que seguramente eran cajas de cartón desarmadas.
—Si no les importa, prefiero
esperar afuera —dijo él.
¡Qué cobarde! Huía para no enfrentarla. ¡No lo podía creer!
Desde donde estaba no podía
verlo, pero escuchó sus característicos pasos alejarse hacia la entrada.
Estaba furiosa. Se disponía a bajar cuando uno de los hombres comenzó a
subir la escalera. Casi al llegar arriba se detuvo en seco. Miró hacia el
barandal donde ella estaba asomada. Sin apartar la mirada, el hombre retrocedió despacio un par de escalones y
luego se precipitó corriendo hasta la planta baja.
—Manuel… oye Manuel —dijo con la respiración entrecortada— En esta casa espantan. Te juro que
aquí vive un fantasma…
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