sábado, 17 de noviembre de 2018

¿Por qué no quería conocer a Rodión Románovich Raskólnikov?

                                                                                                                              Una cierta vergüenza me invadía cada vez que una conversación sobre libros y literatura pasaba por Dostoyevski.
       Es verdad que no he leído a un montón de «clásicos» y no conozco ni de lejos la obra de muchos de los grandes. De Tolstoi por ejemplo, sólo he leído algunos cuentos y no es que me sienta orgullosa de ello, pero no me da pena decir que no he leído Guerra y Paz.
       Pero con Fiódor es otra historia. Acúsome de no haberlo leído antes porque me daba miedo. Miedo ¡tal cual! Y no: no se trataba de temor a sus letras, a su grandeza, tampoco miedo a ser incapaz de comprenderlo o de apreciarlo. Me daba terror porque me remitía a un oscuro lugar de mi infancia.

***

A través de las cortinas de encaje del gran ventanal que abarcaba todo un muro, era posible adivinar el macizo librero de caoba que albergaba la biblioteca de casa. De piso a techo, doble altura, de pared a pared, innumerables volúmenes tapizaban la librería. Libros de derecho, de filosofía, de historia, de economía, los grandes de la literatura, enciclopedias, ensayos, cuentos, novelas. La chimenea que nunca se usó ocupaba una tercera pared. Y en la cuarta, frente al librero, forrados  con tela escocesa a cuadros verdes, un sofá y un sillón, indiscutible trono de la Pitusa, la peluda gata gris, con un ojo verde y otro blanco y ciego. Una araña de cristal colgaba del techo. La biblioteca era un espacio lleno de luz.

       Nadie podría siquiera imaginar que entre sus repisas había un par de libros siniestros. Al menos para mí.
      «El Rehén del Diablo» con su lomo negro y grandes letras rojas atrapaba siempre mi mirada. Al día siguiente de que murió mamá, con más determinación que miedo, lo saqué del librero y lo llevé a la Iglesia. Creía yo (en ese entonces creía) que allí sabrían qué hacer con él y así me aseguraba que ni el libro ni las macabras historias que tanto le fascinaban, volverían a casa ahora que ella tampoco regresaría.
      Pero era ese otro volumen, «Las Obras Completas de Dostoyevski» empastado en cuero, con letras doradas y con el rostro del ruso en el lomo el que en verdad me daba terror. Porque ese libro era presagio de oscuras horas de una profunda depresión que se adueñaba de mamá.

        En la salita de música, y no en la luminosa biblioteca, solía sentarse en un sillón aterciopelado. A su lado sobre una mesa, una lámpara de luz mortecina daba a la escena un aire aún más tétrico. Mientras, las notas de la sinfonía del Nuevo Mundo eran la música de fondo en esos momentos y los únicos sonidos que ella toleraba. El libro entre sus manos, en su rostro una mezcla de angustia, dolor, tristeza, desesperanza. No sé cuánto tiempo pasaba antes de que, en la consola adornada por flores de marquetería, Dvořák cesara, y tan sólo quedara el monótono chirrido rasposo de la aguja sobre el vinilo que no dejaba de girar. Y así seguía leyendo, durante lo que a mí me parecían interminables horas.
        Con terror hipnótico, yo la observaba desde lejos, sin que ella me viera. No me estaba permitido hablar, ni hacer ruido, ni acercarme mientras sucedía ese ritual de transformación.
      Cuando finalmente se levantaba, subía lentamente la escalera y se encerraba en su recámara. Y allí podía permanecer días y días. A veces hasta semanas.
     Sobre la mesita, Dostoyevski, con su cubierta de piel y sus cantos dorados, reposaba iluminado débilmente por la escasa luz. Su obra estaba completa. Fiódor, como Virgilio, nos conducía a lo profundo de un oscuro infierno de silencio, tristeza y soledad.

 (...)



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