Es verdad que no he leído a un montón de «clásicos» y no
conozco ni de lejos la obra de muchos de los grandes. De Tolstoi por ejemplo,
sólo he leído algunos cuentos y no es que me sienta orgullosa de ello, pero no
me da pena decir que no he leído Guerra y Paz.
Pero con Fiódor es otra historia. Acúsome de no haberlo leído
antes porque me daba miedo. Miedo ¡tal cual! Y no: no se trataba de temor a
sus letras, a su grandeza, tampoco miedo a ser incapaz de comprenderlo o de
apreciarlo. Me daba terror porque me remitía a un oscuro lugar de mi infancia.
***
A través de las cortinas de encaje del gran ventanal que
abarcaba todo un muro, era posible adivinar el macizo librero de caoba que
albergaba la biblioteca de casa. De piso a techo, doble altura, de pared a
pared, innumerables volúmenes tapizaban la librería. Libros de derecho, de
filosofía, de historia, de economía, los grandes de la literatura,
enciclopedias, ensayos, cuentos, novelas. La chimenea que nunca se usó ocupaba
una tercera pared. Y en la cuarta, frente al librero, forrados con tela escocesa a cuadros verdes, un sofá y
un sillón, indiscutible trono de la Pitusa, la peluda gata gris, con un ojo
verde y otro blanco y ciego. Una araña de cristal colgaba del techo. La
biblioteca era un espacio lleno de luz.
Nadie podría siquiera imaginar que entre sus repisas había un
par de libros siniestros. Al menos para mí.
«El Rehén del Diablo» con su lomo negro y grandes letras rojas
atrapaba siempre mi mirada. Al día siguiente de que murió mamá, con más
determinación que miedo, lo saqué del librero y lo llevé a la Iglesia. Creía yo
(en ese entonces creía) que allí sabrían qué hacer con él y así me aseguraba
que ni el libro ni las macabras historias que tanto le fascinaban, volverían a
casa ahora que ella tampoco regresaría.
En la salita de música, y no en la luminosa biblioteca, solía
sentarse en un sillón aterciopelado. A su lado sobre una mesa, una lámpara de
luz mortecina daba a la escena un aire aún más tétrico. Mientras, las notas de
la sinfonía del Nuevo Mundo eran la música de fondo en esos momentos y los
únicos sonidos que ella toleraba. El libro entre sus manos, en su rostro una
mezcla de angustia, dolor, tristeza, desesperanza. No sé cuánto tiempo pasaba
antes de que, en la consola adornada por flores de marquetería, Dvořák cesara, y
tan sólo quedara el monótono chirrido rasposo de la aguja sobre el vinilo que
no dejaba de girar. Y así seguía leyendo, durante lo que a mí me parecían
interminables horas.
Con terror hipnótico, yo la observaba desde lejos, sin que ella
me viera. No me estaba permitido hablar, ni hacer ruido, ni acercarme mientras
sucedía ese ritual de transformación.
Cuando finalmente se levantaba, subía lentamente la escalera y
se encerraba en su recámara. Y allí podía permanecer días y días. A veces hasta
semanas.
Sobre la mesita, Dostoyevski, con su cubierta de piel y sus
cantos dorados, reposaba iluminado débilmente por la escasa luz. Su obra estaba
completa. Fiódor, como Virgilio, nos
conducía a lo profundo de un oscuro infierno de silencio, tristeza y soledad.
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